Antes de hundirse en la región del sueño, tomó el libro sagrado y leyó el pasaje de costumbre en donde se narraba la infame decapitación de Juan el Bautista, por orden del lujurioso Herodes y por voluntad de la perversa Herodías. Cerró el libro, satisfecho de haber cumplido con el deber de salvar la patria de aquella banda de facinerosos, distinto a aquel sanguinario cuyo único norte de crueldad fue la concupiscencia. No tardó en dormirse, mecida su cabeza en aquel habitual ejercicio justificativo.
Y soñó que se levantó más temprano que de ordinario, devorado por la eufórica alegría de que ese día recibiría la cabeza del representante del último foco de rebeldía que le quedaba al país. Ahora no tendría que gastar balas y energías en la persecución de aquel montón de sediciosos; por fin podría dedicarse por entero al progreso físico de sus dominios, lo que constituía su mayor desvelo y preocupación.
Salomé reía complacida por los mordiscos que le daba y se propinaba entre sí la tríada corrupta
Se vistió con mayor esmero que de ordinario para estar a la altura del orgiástico ritual. Se empolvó la cara con el talco extranjero de siempre y con remilgo de superficialidad femenina. Se envaselinó discretamente el pelo y acicaló el bocito que tanto le celebraba su caterva de aduladores. Luego se colocó las botas que no abandonaba ni siquiera a la hora de dormir. Decía que moriría con ellas puestas, peleando, que sus enemigos, los enemigos del país, no lo sorprenderían ni lo harían huir de su pueblo, el pueblo que solo él había logrado pacificar y engrandecer.
Lo satisfizo saber que su regia indumentaria estaba en armonía con aquel día que preludiaba un momento memorable en los anales de la república.
Afuera, la veleidosa multitud, azuzada por unos cuantos perversos ilustres, lo aclamaba como a su único guía y salvador, lo que le inflaba el pecho de orgullo hasta las lágrimas. Embriagado de la agradable emoción, se dirigió al oscuro y solitario salón donde recibiría la apetecida prenda. Se sentó en su poltrona intransferible, tomó el libro piadoso y leyó el pasaje de siempre, solo que esta vez la lectura se efectuaba en la región del sueño. Por eso no pudo comprender el desagrado que ahora le produjo el fragmento, el cual le pareció una funesta premonición.
Estaba envuelto en estas cavilaciones cuando se presentó el verdugo con el banquete sangrante, dentro de una bandeja de rústico aluminio, y con sonrisa de satisfacción por el deber cumplido, se la entregó a su dueño absoluto. De inmediato el sueño de todo se llenó de una gula incontrolable y le pidió al siniestro embajador que lo dejara solo.
El sicario lo hizo enseguida, no sin antes ejecutar su sabuesa genuflexión de siempre. Entonces, el vástago aventajado del Leviatán se quedó a solas con aquel manjar que no quería compartir. Antes de dar el primer mordisco se detuvo a contemplar minuciosamente la cabeza y no tardó en llenarse de horror cuando descubrió que la cara del enemigo estaba reluciente, recién maquillada, el pelo lustroso y los pelitos del bozo recortado con simetría de experimentado cirujano.
Incendiado por la perplejidad se palpó con violencia la cabeza y el rostro, y lo calmó la seguridad de que su testa, coronada de infamia, formaba parte de su cuerpo. Presa de mayor aturdimiento abrió una de las ventanas del palacio absoluto y se asomó al espectáculo aterrador de la multitud que hacía poco lo aclamaba como a su único redentor, ahora devorando con hambre canina su cabeza, y reclamando a coro embravecido el resto de su cuerpo.
Extrañamente, el absoluto se llenó de valor y regresó al salón oscuro y solitario en busca de su arma de exterminación masiva, pero se encontró con un escenario distinto y más extraño: sobre su cama, ahora convertida en el lecho de Felipe, Herodes y Herodías se entretenían en un lúbrico juego, al tiempo que Salomé, la hija de Felipe y Herodías, bailaba su mejor danza, de pie y desnuda sobre la mesa en que reposaban las cabezas de Juan y Desiderio, a ser servidas después del espectáculo.
En el punto más alto del terror, el “perínclito” observó sus botas, que en ese momento pensó le servirían para huir . Lo intentó pero no pudo, porque una fuerza contraria lo arrastró y lo sentó a la mesa, en su silla correspondiente, al tiempo que Herodes y Herodías se incorporaban del lecho y ocupaban sus respectivos lugares en la mesa del inevitable festín. Entonces Salomé, desnuda como un fruto maduro y tentador, y sentada en forma triangular frente a los tres comensales, empezó a servir cena.
El legendario rey y el gobernante omnímodo no tardaron en perder el apetito por la macabra cena y se enfrentaron en lucha a muerte por la carne viva y palpitante de la hermosa bailarina. Consumida por los celos y la envidia al no saberse objeto de deseos para los hombres, Herodías se sumó a la lucha por devorar la carne en flor de su hija.
Salomé reía complacida por los mordiscos que le daba y se propinaba entre sí la tríada corrupta. Pronto no pudieron continuar agrediéndola ni agrediéndose, porque el veneno les había paralizado sus facultades motrices. Entonces Salomé se deslizó con estruendosa risa hacía el exterior de la mansión absoluta.
Los tres caníbales, impotentes, observaron la huida de la muchacha y la presencia y el ruido de la multitud que había roto la puerta de entrada a la mansión del luto y ahora se aprestaba a devorarlos. En ese momento el sátrapa despertó y comprendió que era inminente el final de su reinado de sombras.