A Lusitania Martínez, con profundo respeto.
Hay cicatrices; y una vuelta de molinos las transforma en heridas, hay heridas; y las ruedas del tiempo les exigen, a la larga, un esclarecimiento de justicia: Palma Sola, donde el acero ardió por los fuegos de la insidia, donde la guasábara eleva su grito y donde, ahora; sólo quedan dispersas las cenizas y el testimonio insobornable de aquella hoguera.
¡Ha caído Palma Sola!, arden los guayacanes en las cumbres de la Cordillera y la sangre derramada se encargará de que esos gritos aticen al volcán que aún espera por su llama. No puede imaginar el razonamiento humano, el humo de las hogueras abriéndose camino por las huellas de animales domésticos, que no son hogueras; sino la carne viva cuando el alma se desprende para dejar los cuerpos calcinados por el fuego. El asustadizo sobreviviente de aquella masacre busca apresurado el escondite donde pueda ser testigo de su propia tragedia.
En los alrededores se levantan las bayahondas rojas, siguen esas venas de agua por instinto de vida; buscan desafiar la sequía como si enfrentaran el silencio al semblante pecaminoso de la mentira. Suelo árido donde el rocío se ha escapado como leche de unas ubres condenadas a cinco siglos de exilio. Su castigo por haber rechazado el reparto de las tierras, por haber señalado hacia el codiciado pastel de la riqueza, pareció activar los resortes del crimen: los verdugos de siempre permanecen bajo una abultada nomina de sombras.
Llegaron los sin méritos a repartirse nuestro legado; hicieron una piñata con nuestras parcelas, nos despojaron de nuestros juramentos, como a unos pergaminos se les extrae su manuscrito. Sólo queda Anacaona, tan desnuda como una fruta desposeída de su cáscara ancestral: apegada a su tierra como si se aferrara a sus sueños, atesorando a sus descendientes como esas antigüedades que el tiempo recupera del olvido.
Los búhos gritan en la medianoche que les devuelvan sus leyendas; atolondrados, los murciélagos rechazan el maratón de aquella noche oscura. Y el aguerrido guaraguao perdió los párpados en esa larga vigilia que exigen los hombres de vidrio. El dios taíno no llegó a tiempo o estuvo distraído en un ritual de atabales para dar el grito de alerta cuando el acero ardía envuelto en toneladas de odio. Cuando niños, mujeres y ancianos indefensos y animales domésticos eran pasto de la hoguera: ¡La historia registra esos fuegos humanos ya por cinco dolorosas décadas! La delación había penetrado las ramas y luego descendió por el tronco hasta depositar en aquellos suelos el veneno de la suspicacia: la Cofradía quedó a merced de la insidia. Como siempre, la Sotana tuvo la dimensión requerida para cubrir la exacta geografía del escarnio. Las penurias no han dejado de rondar orondas sobre las costillas del Pueblo, pese a que la voz del Maestro profetiza en lo alto de la Cordillera.
Un cántico de ruiseñores apresuró la alerta de aquel ejército que abrió los surcos de aquella vieja cicatriz; sembró las semillas del temor para que germine el frondoso árbol del pánico, para que florezca el olvido como un fruto estéril de la infamia. He aquí el espejo, el semblante deformado, la lujuria de los últimos tiranos que juegan sus cartas a la obediencia; hicieron del graznido de los cuervos esas largas cicatrices que dejan las cosechas vendidas a la flor. Allí, las ofrendas tejieron los oráculos de un dios foráneo; se hizo un monumento al agravio con todo el hierro fundido: se tapó el manantial con la pesada losa del desprecio.
Pero Palma Sola mira con los ojos redondos y tiznados a la luna; retiene su mirada en las mordidas de su cuerpo donde brota aquella luz incandescente como en los salones de la historia. Herida en su vientre canta la Madre Tierra: desdobla sus pies como para dar sus pasos firmes hacia su trono Redentor. Huyen las culebras enredadas en los faldones del odio; asoma su largo cuello el Lago Enriquillo, y el Azuei sigue el rastro del río Artibonito.
Huérfana, olvidada, solitaria, vestida de azul y blanco, Palma Sola permanece allí como un testigo indeleble del agravio. Acusa al destino, mira hacia el Sol como testigo de todo. Puede que haya aprendido que la historia carga a sus verdugos en las discretas mangas del azar. Y que la usura no se permite treguas entre el acero y la justicia divina. Sólo la avaricia exige una holgada mesa para degustar el sufrimiento de aquel paraje agreste como espinazo de animal triste, surcado por la línea del olvido, la línea del Sur profundo y en donde, a unos pasos de una frontera invisible, se escucha la voz de un Dios pobre, que aclama como una parturienta sumida en el dolor desgarrador del parto.
Aquellos eran tiempos de héroes de piedra, cuando la Isla estaba infestada por la avara presencia de tiranos; mas no olvidada del clamor de los dioses taínos. Un selecto número de almas mantenían vivas las fantasías del Milenio en todo el reino de Caonabo. Como si un rayo del Sol confirmase la imparcialidad del viento, o como si se cumpliese aquel pacto sagrado con que la justicia divina derrama sobre aquellas tierras, a gotas, un Mesías que carga en la mano la tragedia.
Salda con su sangre la Caravana de los Campesinos despojados de un trozo de su alma; despojados de su único patrimonio de vida: Su Tierra; de rodillas dulces, como una fruta madura por la magia del Sol; Tierra que amamanta con sus ubres de novilla de primer parto a unos hijos heridos por la iniquidad de la conquista, castigados por verse hermanados en el semblante de la Luna y por sentir en su alma el trueno redentor del milenio, donde esa misma usura exhibe el encanto seductor del soborno.
No existía más que un único propietario de aquellas tierras: El Pueblo; que atesoraba los productos de aquellos labrantíos, seducidos por los ruidos del arado; surcados por el diestro alazán que seguía el tiro de la siembra. Es preciso ver los brazos en alabanzas de aquel Pueblo, quemado como trozos de maderas frescas, venir a fundirse en todo el misterio que aún desborda; pero que, sin la presencia del Maestro, estaría incompleto. Existe allí una ardua batalla entre la Vida y la Muerte, entre los llantos de las tierras despojadas y el polvo de la aridez; existe lucha, tregua y, para asomar a la morada, se necesita el mandato de aquella voz que, desde lo más alto de las montañas, grita: ¡Entre el bien y salga mal!
Ya se presiente en aquel pueblo un fantasma, acordonado por las aclamaciones del Convite, rodeado de salves atizadas por el clamor del desprecio. Se alarga el ruido del río, el rumor de las hojas desprendidas por el viento; un grito reclama audiencia universal semejante a un árbol que se desploma como un rey caído del trono. Es que la Inquisición ha pernoctado detrás de la puerta, como si la violencia fuera un resorte que no adquiere efecto letal pero que busca la complicidad de aquellos dioses postizos que apuestan al brillo de un oro zurcido bajo la avara Sotana.
Allá en la oscuridad encuentra a la Muerte dispuesta a festejar su depurada danza. Acaso llega la Muerte disfrazada de aquel príncipe capaz de seducir hasta la misma aurora y que, al despuntar el día, se transforma en ese gusano que aprovecha para podrir la fruta sana. Fue allá donde el Maestro tuvo por templo el techo de la luna, donde las plegarias a un dios terrenal levantaron la ira del dios de los ricos, donde se originó la soledad de la Isla, donde se editó el más puro encuentro de la Historia y la Cultura.
Y el pueblo, retenido entre los ruedos de una frontera ficticia; aún camina sobre su propia sombra, con las Vicisitudes como un largo rosario de agravios que todavía ronda los litorales de la Isla. Todo aquí pregona, tanto las salves al espíritu rebelde como la identidad profunda. Las columnas de sol levantadas sobre aquellas lomas llegaron al ojo del Águila foránea que alza vuelo con las garras listas para dar su premeditado asalto. Solo, quedó allí en pie aquel Capá, sembrado por las manos del mellizo León Romilio; el cual testimonia que, a pesar de haber quedado Palma Sola hecha cenizas: “¡Ganamos a Dios!”.
Resuenan aullidos. Al pie de los cerros, el Profeta retorna entre destellos de margaritas y el aroma de las azucenas como tributo al alma penitente. Sus pies, tan pálidos como trozos de mármol, rememoran el largo recorrido por los ríos de aquellas montañas. Y sus ojos, despejados del hilvanado de las pestañas, anuncian dos luceros que viajan hacia las facultades del castigo. Las calamidades, la aridez y la sequía, se han posesionado en los hombros de aquel pueblo hermanado por su Cofradía. Y los Fantasmas han encontrado allí talados, los cerros, abiertas las Cavernas que han dejado los dioses taínos en fuga desesperada hacia las fosas profundas de Catanamatías. Y desde allí se levantará Palma Sola como un volcán que resplandecerá como antorcha de libertad en aquel Sur Profundo, repleto de sangre, cargado de las innumerables cicatrices de la historia.
Puede que Palma Sola ya sea otra; puede que sea la misma donde aspiramos el rumor de las caobas y, donde vemos el semblante de una Luna manchada de promesas. Y a lo largo de esta honda herida, los párpados aún recobran un lejano síntoma de vitalidad: agarramos los rayos del Sol como el sonoro llanto de un niño desnudo en medio la noche, y truena la voz del Poeta: ¡No llores por mí Palma Sola!