A Amaury Germán Aristy,
mi heroico primo.
Un canto de río tronó en Ciudad Nueva como un eco de piedras que penetra los humildes techos de mediodía. Un concierto de alas de mariposas vibraba en los remotos escombros de la Conquista, cuando el Sol resplandeció por el grito de aquel Abril, y luego por estruendoso cerco a los héroes de la Palma.
Arde Santo Domingo en los ojos de los acantilados, en los brazos de los arrecifes y, las hogueras en las alborotadas periferias se encargaran de mantener vivos esos fuegos, hasta que la razón haya desbrozado el tortuoso camino de la Victoria. En los ruedos de la franja asediada, las trinitarias tan blancas como una fuente de cristal ofrendaban su aroma a los acordes de aquella rebeldía. Las llamas, a lo largo de las riveras, esparcían el humo espeso de la incertidumbre, donde la Ciudad con los pies hinchados como una parturienta, esperaba por su comadrona.
Ni apartar el brillo trágico de toda cicatriz.
Saltaban ráfagas desordenadas nacidas de las costillas de las callejas perforadas por el abandono, escondites del agravio, nombrados por la casualidad, por el instinto del viento cuando acaricia las verrugas hostiles del olvido. Se tenía ante los ojos del tiempo, el patrimonio legítimo del buhonero, empujado por los tiros de una desgracia vestida con los mismos huecos del chiripero: ambos nacidos y crecidos en una atmósfera que nutre y castiga. Como si la media isla intentase descubrirse a sí misma ante el ancho espejo de su propia fatalidad, pero erguida y firme ante la geometría descarnada del pasado. Se abría el lomo de aquella tierra como la carne fresca con un afilado cuchillo: el Águila retornó por el mismo trayecto y en un mismo siglo, seducido por la vorágine; regresó el temido bípedo por la ruta que el azar dispensa a la opulencia, por esos rastros que dejan los buitres en los sinuosos caminos de la lujuria. Pero esta vez, la arena no tuvo el color del silencio; sólo el del metal que resiste esos fuegos en las audiencias de gloria. Arriba, en los derredores de la vecindad se alargaba un grito de júbilo como un rayo de esperanza.
A los ojos de zinc de los techos oxidados, el honor tendía una alfombra al valiente que desconoce la cara oblicua de la derrota, que rechaza el mérito que atiza el encanto de la vanidad. El destino apresuraba los acordes de aquella rebeldía que el tiempo atesora con muda aprobación del silencio. Las cimbreantes palmeras concertaron con las olas la imparcialidad del viento. La arquitectura rescatada en la lejana memoria de la colonia parecía sorprenderse por el vaho de las calles polvorientas, convertidas en una torre de nubes negras hacia aquel mural de agravio.
El esqueleto de aquella tierra de rodillas dulces, despertaba sus vértebras en murallas de fuego que evidencia la naciente primavera. Un molino hacía batir sus aspas como un árbol que resiste la embestida brutal de la tormenta. Y el mar tan rojizo a la despedida del crepúsculo, columbraba tintes sombríos en un cielo ordenado por el horizonte. Las geometrías de las casas techadas de zinc y las formas de un río desafiante bajo el sol metálico de la Isla eran las entrañas de aquella Ciudad donde brotaban los pertrechos como hierbas de aquella tierra fértil. La oscuridad rehusaba a su hábito de cómplice para encogerse como un lienzo a merced de la razón: surge el Coronel como un lucero sobre la franja sitiada; fulguran los destellos de aquel Abril cuando los astros y las estrellas marcaban la dirección del crepúsculo.
Ceda el destino, conceda la eternidad una tapia de gratitud al héroe anónimo, al valiente nacido de un abrupto salto de la necesidad; el Desconocido que nadie menciona en sus labios, que nadie registra en los archivos de gloria; esos personajes épicos que se funden en los nichos de las derrotas: ¡sólo el honor les hará justa reverencia en medio del tumulto revolucionario!
Cae la tarde, tan gris como lo fue la mañana, como un manto plomizo de pleno día. Las olas ensimismadas aceptaban la discreta sonrisa de la arena cuando raya la aurora. Una luna llena dispensa un poco de luz hacia un escenario semejante al agua que salta de un mar apacible. Vibra la noche curtida de sudores a la manera de un riachuelo que se abre paso en la tormenta.
Ya envuelta en el frenesí de la Gloria, Ciudad Nueva resistía el voraz apetito de buitres ocultos en la sombra; peces de aguas turbias, ensimismados en la confrontación idílica de la infamia. Hay derrotas y, las aspas del tiempo exigen justicia; hay ruidos del viejo trapiche y, los cristales del azúcar anuncian la despedida de los últimos dictadores del odio más legítimo. Un coro de luciérnagas reclama el hurto de las luces y los sin méritos aún apuestan al olvido; y los Revolucionarios, a la memoria. Y el Coronel de Abril, entre el coraje y la vida, entre el triunfo y su contrario que exigía lucha, retirada y, para forzadamente pactar: acuerdos. Acuerdo transfigurado en esa llama que aún resplandece con su aureola providencial: ¡Los Palmeros!
El Sol de cristal quiebra lentamente el cielo de cobalto. La luna llena desvela su larga espera de testigo y redonda, con los párpados caídos como una viuda aferrada a la nostalgia. Se daban cita la luz y la oscuridad. Como si el destino emprendiese en aquella Geografía la más auténtica salida de sí misma: entregaba toda solemnidad a la Palma que arrojaba su luz nítida a la Cueva, convertida en rebelde estuario donde todo sucedía como si nadie oyese el rumor de las olas entre las costillas de aquel Mar solidario. Como la sal y el agua ha naufragado en el desvaído olor de las promesas, han sido perseguidos por la caries del insomnio, han perdido sus memorias en una larga disputa entre la retórica y la sangre.
Los insubordinados Vientos no cesaban de batirse con las sombras en plena fuga como el rocío cuando se esfuma hacia las vísceras de aquella tierra. Hasta las piedras exhalaban ríos de sudores de sus axilas en reverencia a la Palma que exhibía su danza desposeída de toda vanidad. Y los arrecifes convirtieron el murmullo de las olas en los arpegios de aquella música sobre la cálida arena. Con el cerco a la Cueva se quiso matar la luz; poner de rodillas al relámpago, arrancarle los párpados a la Palma: ¡Despojarla de la sonrisa de la primavera! ¡No podrán! Sembraron en su frente altiva los Vientos del mediodía, y pusieron en alerta a las pestañas: ¡Se abrieron a golpes los ojos de la esperanza! Son Vientos que rugen y ordenan retirada a esos enemigos de la luz que apuestan a construir su gran monumento al Olvido. Un crujido de hojas secas asomaba a la Cueva cuando el Sol apresurado adelantaba el épico grito de Los Palmeros; tuvo el Destino en sus manos de alfarero las espátulas para darle ese místico relieve que exhala el mármol sagrado de la eternidad. Las guazábaras y las bayahondas ejercían defensa heroica en la retaguardia; allá, en el kilómetro catorce de Las Américas.
Desde su morada vienen los búhos a decirnos que en nuestras Américas hay un Sur Negro: islas curtidas en las cenizas del pasado, pueblos olvidados en las raíces del otoño, bosques castigados por el humo del horno, naciones seducidas por traidores disfrazados por las vistosas túnicas del escarnio.
El Tiempo desnuda y cicatriza, castiga y retorna.
Sólo resiste el voraz apetito del olvido, aquel Testamento del tiempo, escrito con sangre y para ser defendido con sangre.
Y entonces, ha sido nuestra Isla tierra de barro, tierra de cantos, tierra de poesía; suelo fértil de Música y Sol, donde la dignidad y el honor se trenzaron en un perdurable oasis: ¡La Palma!, aún cabalga con un abundante sangrado de narices, pero prosigue entusiasta por el agreste camino de la esperanza. La Palma es una Isla; ¡Los Palmeros, una raza!