Tan pronto llegó la noticia de su fallecimiento decidí escribir sobre Nelson Mandela. Era algo así como una obligación religiosa, pero resultaba difícil encontrar un título adecuado a una personalidad de su estatura histórica. De repente, recordé el de una producción cinematográfica sobre Tomás Moro. El título de la película era “A man for all seasons”. Intenté traducirlo literalmente al español, pero no me sentí satisfecho. Otra posible traducción, aparentemente la preferida en España, es la siguiente: “Un hombre para la eternidad”.  La literal: “Un hombre para todas las estaciones” me parecía insuficiente para alguien cuyo nombre ha quedado grabado para siempre en la historia, no por estar dispuesto a morir por oponerse a la decisión de un monarca, lo cual es respetable, sino por haber salvado a toda una nación, librándola de una de las más abominables prácticas de todos los tiempos: el “apartheid”, y ofrecido a la humanidad la esperanza de convivir como iguales en este pequeño, pero problemático planeta.

Ya se ha ofrecido bastante información sobre Mandela como para repetir asuntos ya conocidos. Ahora bien, he admirado por décadas a un revolucionario que en alguna etapa temprana pudo haber considerado la violencia para librar a su pueblo de la tiranía y la opresión, pero que salió de una prisión de 27 años intentando resolver tan grave asunto con la “no violencia” predicada y practicada por figuras como el Mahatma Gandhi y el pastor bautista Martin Luther King. El paso de revolucionario a estadista, de prisionero político a agente de reconciliación, fue suficiente para que cualquier actitud del pasado, cualquier error cometido en un largo y complicado camino, fuese olvidado.

Conozco a alguien que a su vez conoció personalmente a Nelson Mandela. Gracias a una afiliación religiosa común, el metodismo, el reverendo Roberto Pérez, un hispanounidense (palabra aprobada por la Academia Norteamericana de la Lengua) honrado con la Medalla Presidencial en EE.UU., y con un Premio de la UNESCO por su trabajo al frente de ALFALIT, pudo entrevistarse con su correligionario el Presidente sudafricano en Pretoria. Una persona tan merecidamente galardonada por su vida y obra como el pastor Pérez pudo disfrutar, quizás más que muchos otros, de ese intercambio.  De Roberto aprendí que Mandela proyectaba, con su presencia misma, la imagen viva del perdón y la reconciliación. A partir de ahora, esas dos palabras quizás pueden ser consideradas por alguna sudafricana o sudafricano como equivalentes a “Nelson Mandela”. Es como el caso de la Madre Teresa de Calcuta, cuyo nombre significa para millones caridad y altruismo,

Fueron muchos los que no estuvieron a la altura de las circunstancias. La mismas iglesias que proclaman el evangelio del divino carpintero de Nazaret, pueden citar excepciones y referirse a necesarios y tardíos cambios de actitud en épocas recientes, pero con la casi única excepción de los cuáqueros, las confesiones cristianas compartieron por siglos, casi dos milenios, un pasado de aceptación de la esclavitud o de mirar hacia otro lado. Por cierto, no confundamos a los cuáqueros con los puritanos o algún otro grupo. Los cuáqueros, a cuya sociedad fraternal no tengo el honor de pertenecer, establecieron desde su fundación y en cualquier sitio donde han tenido alguna influencia el pacificismo, la libertad de cultos, la igualdad de la mujer, la lucha militante contra la esclavitud. En sus casas y granjas ocultaban a los esclavos que huían de sus amos. Todavía en aquella época, las iglesias no ordenaban sino ocasionalmente y sin publicarlo a sacerdotes o pastores afrodescendientes  o “de sangre mezclada” como se decía entonces. Mucho menos a obispos o superintendentes jurisdiccionales. Claro que ahora se exaltan las excepciones, que existieron en cuanto a la actitud individual de alguien, pero no en cuanto a instituciones, y hasta se citan declaraciones jerárquicas, ninguna de las cuales es anterior al siglo XIX.  Si eso sucedía hasta con las iglesias, no podia esperarse una actitud diferente por parte de gobiernos y sistemas politicos y económicos. Lo mismo en Wall Street que en la Plaza Roja se producían casos evidentes de racismo y discriminación. Pregúntadle a los antiguos estudiantes extranjeros en “colleges” norteamericanos y en la vieja Universidad Lomonosov de Moscú. Pero todo eso debía quedar atrás y Mandela nos ayudó a entenderlo y promoverlo. Mi generación está obligada a agradecerlo. De ahí este sincero artículo. Y esas cosas no deben quedar en el tiempo, deben proyectarse a la eternidad.

La muerte de Mandela no es sólo la de un viejo revolucionario o un gran estadista sino sobre todo la de un ser humano que deja lecciones para continuar aprendiendo: la paz es preferible a la guerra, la reconciliación es posible, la convivencia es alcanzable, los errores pueden rectificarse, la violencia y la venganza ocasionan dolor, el perdón produce alegría.

Sería quizás su querida maestra misionera, Biblia en mano, quien le enseñara otra lección: “…el que no ama a su hermano a quien ha visto, cómo amará a Dios a quien no ha visto…” (1 Juan 4:20). No creo sea necesaria la condición de creyente para reconocer palabras que merecen ser eternas como el ejemplo de Nelson Mandela.