Es bonito estar con mi amante. Este hombre conoce mis dimensiones y disfruta mis extensiones. Toca mi piel y la rehace. Siento esa cosquilla loca cuando amanece clandestino y se enmaraña en mi pelo. Adoro la complejidad de su sexo de orilla. No estamos hablando de virginidades; ya he sentido yo pánico en la aldea mucho antes. Pero ninguna experiencia anterior había alterado mis horarios. Cuando me pongo triste pienso en mi amante, erecto, y en los juegos que emparejamos en las horas más antiguas del maíz. Qué amante este tan esquivo y a la vez tan complaciente. Nadie, nunca, había sembrado mi voz en el talle del cielo como resulta de orgasmos prolongados, repetidos. Mientras el resto vocifera y se comporta con ademanes bruscos, mi amante es delicado como miel de ciruelas. Callado, sensible, un hombre de silencios largos, corazón plano, y sin trampas.
Pero hace más o menos seis semanas me salió con una vaina que me tiene loca y por eso es que te hago este cuento nena. Pues resulta ser que, después de unas Bohemias y un fino el hombre me cabalgó, yo lo dejé llegar donde quiso, y luego de dos amores, me pidió, con la voz hecha anzuelo:
Ponte bocabajo mami.
Wao, qué te digo chica. No, claro, claro, claro que me gustó. Pero te lo estoy diciendo, te lo estoy contando, que fue voltearme y sentir un hombre nuevo en mis espaldas. No hubo confusiones primarias, el miembro fue directo al partido, se enredó con mi vida, roció mi parte más húmeda… eran las mismas manos sí, pero estas tenían un finfuán, un calambre, una vaina.
Y lo sentí jadear. Gozó. Fue animal de monte, ballena, tarántula enana. Al terminar, sus manos jamaquearon mi arquitectura y sentí por momentos que se me iba, pero yo lo traje al mundo de los vivos con un beso. Él me entregó su boca de ojos cerrados y susurró, en una voz lejana bajo mi oído, con toda la ternura que el venirse rodea:
Te amo, Roberto.