Uno de los errores que ha cometido el pensamiento filosófico occidental, y el teológico como derivado del primero, es la moralización de la conciencia. Se nos ha recalcado hasta la saciedad este supuesto que cualquier diccionario de español nos dirá que la conciencia es la capacidad para distinguir el bien y el mal. Incluso, imbuidos por la tradición moralista cristiana algunos pretenden colocar el origen de todo mal en la mala conciencia y el de bien en el corazón noble. Por ello no nos sorprende leer algo como “corazón puro” y “conciencia podrida”.
Ni el corazón es una fuente de pureza ni la conciencia, si existe, es podrida. Aquí se juega un frecuente recurso en filosofía y en teología: la hipóstasis de ideas como entidades efectivas en el mundo. Pensamos que constructos mentales son naturalmente realidades materiales. Un ejemplo claro de hipóstasis en el pensamiento teológico es la idea de demonio, diablo, satanás, ángeles y sus estratificaciones. En filosofía también tenemos ideas que son hipóstasis y formulamos y construimos todo un sistema sobre ellas de tal modo que estas ideas-fundantes pasan a ser axiomas y pierden su naturaleza, dejan de ser lo que en verdad son: meros constructos abstractos elevados al rango de entidades reales. Piénsese en el espíritu absoluto, en la naturaleza humana, en la conciencia.
De hecho, tenemos conciencia y es necesario que la tengamos; pero de ahí a situarla como fondo desde el cual se origina el mal es una mala jugada en el viejo y recurrente propósito de encontrar un chivo expiatoria de mis culpas. Ya no son mis actuaciones las buenas o las malas, sino que la motivación originaria de lo que hago está en una condición previa y con carácter de “naturaleza” que precede a mis actos: la conciencia. Decir que ella es buena o mala es atestiguar la irresponsabilidad del agente en una condición bondadosa o malvada que antecede a sus actos. Es buscarle intencionalidad al acto malvado o al acto bondadoso, solo que esta búsqueda desenfoca del verdadero centro: las acciones humanas. Es el corazón humano como centro intencional de las pasiones, para seguir el juego de la hipóstasis y de las metáforas, el que es la fuente primera, en términos de motivos que son causas, de la acción juzgada posteriormente como mala o buena.
Bueno y malo son atributos dados desde el juicio ético situado. Estos apelativos se dan a la acción imputada causalmente a un agente. Retrospectivamente es que respondemos a la pregunta por el quién de la acción buena o malvada. Así la persona de carne y hueso, aquella que posee un cuerpo situado y que es capaz de decir “yo”, es la responsable última de la acción buena o mala. Fíjense que no hablamos de mala o buena conciencia y menos de conciencia podrida (metáfora que convierte en moral lo grotesco en una confusión entre lo estético y lo ético-moral).
¿Existe la conciencia? ¿Podemos hablar de la conciencia? Si entendemos la conciencia como un centro al que se dirigen todas nuestras percepciones y representaciones, independientemente del objeto de las mismas, es necesario afirmar su existencia. ¿Qué podemos decir de ella? Aquí viene el problema porque es de estas cuestiones que hablamos de los otros y de uno mismo a la vez. Es decir, cuando hablo de conciencia lo estoy haciendo tanto de la conciencia de los otros como de lo que hay en mí y que confirmo de modo inmediato por mi “propia” experiencia. Nada más lejos de la realidad, de ella solo podemos hablar en tercera persona y de sus manifestaciones fenoménicas (Daniel Dennett), esto es, cómo yo la percibo en los otros y la atribuyo también en mí porque yo también soy un “otro” frente a los demás y sus esquemas de representaciones.
Sobre la conciencia hay mucho de qué hablar ya que hay una larga tradición de acercamiento al fenómeno representativo y perceptivo en el que se juega nuestra convicción de que somos algo más que un mero cuerpo objeto de sensaciones. A pesar de esta diversidad discursiva algo debemos tener en claro: la conciencia no es la mala o buena, sino la acción y su intencionalidad.