Nuestras concepciones del tiempo y del espacio van cambiando de forma desproporcionada y en relación directa con los avances tecnológicos y las herramientas que tenemos para hacer más llevadera la vida misma. Nuestras representaciones del espacio y el tiempo se ven transformadas por nuestras vivencias del mundo de la vida.
Cuando hablamos de nuestras representaciones de espacio y tiempo nos referimos a cómo la colectividad “ve” y experimenta las categorías de espacio y tiempo; no cómo los ve la ciencia ni el pensamiento filosófico. Por ejemplo, desde muy antiguo el tiempo fue asociado a los ciclos vitales del orden natural. En la naturaleza estaban las pautas para determinar la vivencia del tiempo humano y para ordenar una serie de relaciones simbólicas y prácticas importantes para la colectividad. Ligar la sexualidad a los ciclos de fecundidad de la tierra era una expresión fidedigna de esta búsqueda incesante por darle unidad al tiempo vivido y al tiempo cósmico. La construcción del calendario es la empresa más exitosa en este proyecto de unificación de ambos tiempos.
Nuestra datación de la vida se hace en el marco temporal del nacimiento y de la muerte. Ambos acontecimientos trazan los límites de la vida humana, pero no indican cómo se configura nuestra experiencia del tiempo en el marco de esta temporalidad. La historia personal transcurre entre ambos acontecimientos y decir que alguien trasciende a la historia es darles continuidad a sus obras más allá de la muerte personal.
El mundo moderno, menos ligado a los ciclos vitales naturales y dependiente del dinamismo del mercado, construyó una vivencia del tiempo ligada a la inmediatez de lo nuevo. Precisamente, modernidad es “lo último” y hablar de ello en estos términos es darle una forma lineal al tiempo. En este sentido, la modernidad es “el último” acontecimiento en la linealidad del tiempo histórico, el tiempo hecho de figuraciones del pasado, constructo servil de la memoria.
En la modernidad coincidieron en la interpretación lineal del tiempo el cambio y la permanencia como factores de identidad personal y colectiva. Ello gracias al trabajo y a la identificación del trabajador con la representatividad de la empresa y la fidelidad debida a esta última. El trabajo como fuente de sentido personal hizo que la conciencia alienada viese como suyo lo que realmente no lo era. Aunque daba seguridad identitaria el pertenecer por muchos años a una misma empresa, el producto final no estaba en manos del trabajador, sino del dueño del capital. De este modo, el oprimido terminaba sus días con una fuerte identidad, pero pocos recursos para terminar una vida en la que ya no representa “fuerza de trabajo” para el capitalista.
Los constantes cambios y transformaciones de las tecnologías de la información y la comunicación han hecho que nuestras vivencias del tiempo y del espacio se hayan transformado cuantitativa y cualitativamente. Hoy no vivimos el espacio y el tiempo como lo vivieron nuestros abuelos y, conjuntamente, nuestra vivencia del trabajo como factor de identidad personal y colectiva se ha transformado.
Con ánimo de ser un poco exagerado, podemos afirmar que después del “negrito del batey” el trabajo perdió, en nuestro país, valor identitario y, por tanto, nuestra experiencia del tiempo vivido se hace más inestable. A pesar de que nos acercamos periféricamente a los avances tecnológicos, nuestras experiencias culturales están globalizadas con ciertos matices, pero en el fondo han sido experiencias transformadoras de nuestra representación del mundo, de los demás y de nosotros mismos.
La inmediatez ligada al mundo capitalista de la modernidad unida al desencantamiento de la significatividad del trabajo ha creado un mundo en donde la comprensión de la vida como un proyecto a largo plazo se vea mermada por lo del día a día. La vida es lo presentificado, lo de ahora. El futuro es hipotecado porque puedo gozar lo inmediato.
En buena medida el éxito de las ferias comerciales en nuestro país se explica por ese dispositivo publicitario que se despliega ante los sentidos. La táctica es hacernos una “figura de sí” ligada al disfrute y al confort inmediatista, al “sácatelo de la cabeza”, goza ahora y paga después. La inmediatez de la vida no construye ciudadanos ni naciones socialmente desarrolladas.