“¡Lo igual no duele!“, Byung-Chul Han

El ensimismado individualismo narcisista lleva a la civilización contemporánea a “una época de conformismo radical” en la que se procura a toda costa la igualdad.

Cuanto más iguales son las personas, más aumenta la producción; esa es la lógica actual; el capital necesita que todos seamos iguales, incluso los turistas; el neoliberalismo no funcionaría si las personas fuéramos distintas”.

En ese tiempo, el mal-estar se manifiesta por medio de un sistema de producción mejor que voluntariamente priva a uno mismo del libre disfrute de tiempo útil, así como de la convivencia con el resto de sus coetáneos.

Pleno de sinceridad, Han escribe que él no sabe bien cómo salir de ese encierro. El profesor de Berlín a lo más lega  una intuición, similar al grito nietzcheano por medio del cual se nos enrostra que como sujetos moralizados hemos llegado a ser incapaces de jugar sin culpabilidad alguna como niños[1]: la vida humana es para vivirla, gozarla y disfrutarla, y no para sobrevolarla al margen de ella. Por ello mismo, necesitamos revolucionar el empleo del tiempo.

La aceleración actual disminuye la capacidad de permanecer: necesitamos un tiempo propio que el sistema productivo no nos deja; requerimos de un tiempo de fiesta, que significa estar parados, sin nada productivo que hacer, pero que no debe confundirse con un tiempo de recuperación para seguir trabajando; el tiempo trabajado es tiempo perdido, no es tiempo para nosotros”.

Propuesta sublime y aún más excelsa si incluyera todos jugar natural y espontáneamente, alejados del egocentrismo narcisista del que por ahora ni siquiera nos libera la creación artística o la contemplación estética. Dicha vía sería el mejor modo para superar el mero estar en la Red, donde no escuchamos al otro, aun cuando nos apresuremos a repetirlo o desdecirlo.

Aquella intuición -fruto del malestar- sirve de bisagra o piedra angular de los más diversos temas expuestos en las principales obras de Byung-Chul Han.

A seguidas abro un largo paréntesis para presentar una escueta reseña de sus principales obras ya publicadas y alguna de las ideas ahí consignadas, en tanto que a mi entender develan nuestro malestar histórico. Esta es la primera reseña de una larga lista de ensayos.

  • Hegel y el poder. Un ensayo sobre la amabilidad (2005).[2] En la novedosa lectura que Han realiza de Hegel -autor siempre mentado, muchas veces denigrado y rara vez leído- es muy probable que sea el primero en asociar poder y libertad.

 Por lo general el poder es identificado con la coacción, la opresión, la fuerza imperiosa o la violencia. Por supuesto que puede venir acompañado por determinados rasgos característicos de mera imposición, pero según el autor no siempre depende ni se funda en ésta pues el poder congrega y aúna no separa ni divide.

También es falso que el poder excluya la libertad. La magnitud del poder no se muestra solo en el “no” sino en el “sí”, o mejor dicho en el múltiple viraje desde el no hacia el sí. Y eso así porque la manera auténtica de manifestarse el poder es la concordia, no la discordia. Para reconocerlo baste recordar las palabas de Tayllerand al prototipo de héroe históico de Hegel, Napoleón Bonaparte, cuando le advitió que “las bayonetas sirven para muchas cosas, menos para sentarse sobre ellas”.

Pero si el poder no es violencia y menos aún abuso, vejación, dominación o subyugación, en tanto que ejercido por el Estado de derecho (germánico según Hegel) es autoridad, no represión y menos tiranía. He ahí su diferencia esencial frente a otras realidades como la violencia y la opresión. Como la autoridad que refueza, el poder es incapaz de valerse de cualquier tipo de arbitrariedad, culto personalista o pompa monárquica o presidencial con el propósito de anular al ser histórico y devastar por vía de consecuencia lo que Hegel denomina la “eticidad” (Sittlichkeit) del Espíritu objetivo que retiene en y para sí el derecho y la moral.

En ese contexto hegeliano Han puntualiza el poder como amabilidad en el lógico transcurrir de pueblos advenidos a una formación estatal de derecho nacional, es decir, no internacional. En tanto que Estado moderno de derecho nacional, cada uno de estos procede de manera independiente y permanece relativamente hablando al margen de las inevitables rupturas que implican -a través de los interregnos históricos- el resurgimiento de la brutalidad y la barbarie que escenifican las interminables guerras entre Estados en sí igualmente soberanos en el magno escenario de la historia universal.

El poder sito en ese gran teatro nacional se define -en función de las necesidades e intereses de cada integrante de la sociedad- mediante un intrincado tejido social hilvanado por las relaciones socioeconómicas y políticas de los actores, actuando a nombre propio o institucional.

La clave para entender que Han conciba el poder como amabilidad -y no tanto como razonabilidad de las leyes y normas de una sociedad, siguiendo a Hegel- está circunscrita a este fenómeno: el sujeto humano no es tan racional como se presupone. Y por eso reconsidera la naturaleza del poder, pero ahora  sin privilegiar ni limitarse a su racionalidad. Si cada individuo encerrado en sí mismo queda racionalmente habilitado y existencialmente posibilitado a excederse y continuarse en los otros esto se debe al poder aquí dinamizado por medio de su dimensión amable.

Así, pues, debido al poder cada uno consigue en el seno de un Estado de derecho -sin por ello forzar ni atropellar u oprimir a los demás-  prolongarse y extenderse a sí mismo en los otros sin que tal prolongación suponga violencia, avasallamiento u opresión. Precisasmente, para Han la máxima expresión del poder significa la amabilidad y aparece allí donde uno se somete al otro voluntaria, libremente.[3]

Así se entiende que Han concluya que el “poder libre” del que se ocupa Hegel es un pleonasmo. “La incondicionalidad del sí es la infinitud del poder. La palabra-del-poder de Hegel, eres carne de mi carne¨, sella la continuidad del sí-mismo.” Gracias al poder, de sus entrañas brotan la amabilidad y sus adláteres de simpatía y compasión como vínculos entre todos los sujetos reencontrados gracias precisamente al poder. Y gracias a la misma compleja amabilidad cada ser humano -aun estando permanentemente acosado por sus propios deseos y necesidades- termina evitando el encierro que le impone su propio egocentrismo narcisista.

A todas luces, Han explaya la argumentación hegeliana y la desborda de manera innovadora. Quizás, lo inspiró para ello esta sabia evocación de Nietzche quien escribió epistolarmente a Erwin Rhode, que “la fruta cae del árbol sin necesidad de un golpe de viento… Con toda calma cae y fecunda. Nada ansía para sí y lo da todo de sí”[4].

En cualquier hipótesis, lo significativo es que el poder como acto bruto de imposición puede ser transformado. Esa posibilidad irrumpe de la mano de la amabilidad, cuyo rasgo esencial es que “no necesita la vuelta a sí mismo desde lo otro”. Debido a esa compleja propiedad de la amabilidad del poder constituido en autoridad no solo firme -pues también es amable y compasiva- la tendencia a la estatización del poder en el mundo contemporáneo es capaz de trascender su tendencia absolutista de continuar siendo una versión moderna de la mónada de Leibniz[5] y entonces brindar espacios no solo a lo uno, sino también a lo múltiple y a lo marginal.

Si de la amabilidad emana un movimiento de simpatía distinto al de cualquier fuerza bruta que denote negación u oposición a la alteridad, entonces es menester que el mundo presente se vea conmovido por un poder original que detenga la involución característica de cualquier voluntad limitada en sí misma.

Al fin y al cabo, el poder entendido como amabilidad en medio de las relaciones sociales abre y expone a cada sujeto a los demás; y así, no solo humaniza el poder, sino que lo hace comprensible y aceptable como factor fundamental de la reconstrucción social. Darse y excederse en y al otro, sin esperar volver a sí mismo de ninguna forma, es el desprendimiento capaz de fructificar en una amabilidad ilimitada de poder, tal y como lo discierne Byung-Chul Han a partir de Hegel.

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[1] Ver las tres transformaciones del espíritu -de camello moralista, a león crítico y revolucionario, hasta convertirse filnalmente en un niño inocente, natural y juguetón- según Federico Nietzsche en: Así habló Zaratustra. Edición de Andrés Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 2003

[2] Byung-Chul Han: Hegel und die Macht. Ein Versuch über die Freundlichkeit. Wilhelm Fink, Paderborn 2005. Edición en castellano: Hegel y el poder. Un ensayo sobre la amabilidad. Barcelona, Herder 2019.

[3] De su lado Hegel había privilegiado ese fenómeno, -pero sin recurrir a la amabilidad ni en el mundo subjetivo del individuo ni en el objetivo de la familia, de la sociedad y del Estado político-, a partir de la dialéctica del amo y el esclavo; particularmente cuando éste último ocupa conscientemente la posición servil como forma de eludir consciente y voluntariamente la muerte. Subjetivamente, la disolución final del conflicto adviene con la superación de esa dialéctica en la autoconciencia de cada uno que se abre así a la cultura (“Bildung”); y, objetivamente, la superación del conflicto surge en el mundo del derecho -que tiene por cima el Estado de derecho nacional, siendo las guerras internacionales (a no ser confundidas con las revoluciones sociales) que surgen en la historia universal cuantas veces dos o más naciones reproducen dicha dialéctica tratando las unas de imponer a la fuerza su derecho e intereses a las otras. A este propósito, ver Hegel: Fenomenología del Espíritu; traducción de Wenceslao Roces, Fondo de Cultura Económica, 1994; Filosofía del Derecho, Buenos Aires, Editorial, 1968; Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas: Lógica, Naturaleza y Espíritu; traducción de Francisco Larroyo, Porrúa, México, 1990.

[4] Friedrich Nietzsche: Werke IV, Briefe 1861-1889), Frankfurt, Ullstein Buch, 1969.

[5] Gottfried Wilhelm Leibniz: Monadología, (edición trilingüe), Oviedo, Pentalfa Ediciones, 1981.