En su libro Maldad Líquida, Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis conceptualizan y discuten sobre la ambigüedad del mal en la actualidad. Luego de la caída de ese gran antagonista para occidente que representó la Unión Soviética, no ha quedado un gran enemigo sobre el cual decantar todos nuestros miedos, inseguridades y fracasos. Esto tiene como consecuencia, que al desmontarse todo el andamiaje mitológico sobre el cual se cimentaba la lucha entre “bien” y “mal” que representaban occidente/democracias liberales versus la URSS/comunismo, solo nos queda la lucha terrible contra nosotros mismos.

Es aquí, en esa lucha contra nosotros mismos, donde entiendo que queda patente de manera más clara la liquidez, lo amorfo del mal moderno. Vivimos en una sociedad “ilustrada”, en la cual la mayoría de los individuos cuentan con algún grado de “educación”. Una educación que fue comercializada como el prerrequisito del conocimiento y el entendimiento de las cosas, pero que en la realidad solo ha logrado generar la terrible convicción de que todo aquel que sea capaz de formular una idea es dueño de la verdad, y que todo aquello que no se entienda pertenece al reino de la mentira.

Una realidad mucho más terrible en el día de hoy, cuando asumimos la complejidad de la mayoría de las cosas que nos rodean, desde el dispositivo electrónico en el cuál se está escribiendo este texto, hasta los procesos económicos y comerciales que hacen posible el consumo de uno y otro bien cualquiera.

Hoy, nos encontramos atrapados por ese anti-intelectualismo del que Asimov se quejaba ya hace 40 años en su ensayo Un culto a la ignorancia: <<…existe una falsa noción de que la democracia significa que “mi ignorancia es tan buena y válida como tu conocimiento.”>> Una falsa noción que se ha ido haciendo mucho más injuriosa a medida que han ido pasando los años y los reclamos se han alejado de la satisfacción de las necesidades básicas para la supervivencia.

Así nos encontramos que, al proyectar los principios de democracia política, en la cual la voz/voto de un ciudadano tiene el mismo valor que la de otro sin importar color, raza, riqueza, propiedad, etcétera; hacia el campo de la intelectualidad, se genera una creencia de que la opinión de un ciudadano tiene el mismo peso que el conocimiento de otro. Así nos encontramos a ingenieros opinando sobre temas médicos, abogados sobre temas pedagógicos, arquitectos sobre temas económicos, y a todos absolutamente indignados cuando sus opiniones no informadas son rechazadas por los expertos.

Pero esta equiparación de democracia política con competencia profesional tiene un componente mucho más peligroso que la negación a vacunarse o la muy tonta creencia de que el usuario sabe más que el profesional de su campo. Lo más peligroso, para la cohesión social moderna, es el cómo esta tergiversación de la verdad, esta liquidez del mal ha encontrado su camino al discurso político.

El fin último de la política es gerenciar la cosa pública en función de las convicciones particulares que un grupo tiene sobre como esta gerencia beneficiaría mejor a toda la sociedad. Dentro del ir y venir de representantes, los diferentes grupos van logrando que sus reclamos personales sean validados por la gran mayoría de la sociedad, logrando tolerancia y respeto para los reclamos de estos diferentes grupos. Así, obligados a tener que convivir con las diferentes expresiones de la sociedad, y teniendo que encontrar consensos entre las mismas para poder mantener a la sociedad funcionando de manera regular, se van dando los procesos de generación progresiva de cambio que repercuten en el mayor beneficio posible para los integrantes de la sociedad.

Pero, en el momento en que los distintos representantes de grupos asumen un lenguaje de otredad, generando un discurso de demonización de todo aquel que “no ve” o “no entiende” lo “evidente” de sus reclamos; cuando todo aquel que no está de acuerdo con lo que “yo digo” y se convierte en una larga lista de epítetos descalificativos, en el momento en que deconstruimos al otro y lo convertimos en la personificación de “todo lo que está mal con nuestra sociedad”, nos encontramos a un populista carismático para que inicien los pogromos en nuestra sociedad.

La “educación” ha convencido a algunos de que son los propietarios de la verdad absoluta. La tecnificación les ha hecho creer que al saber mucho sobre un tema en específico tienen las herramientas para poder entender todos los temas de la humanidad. La experiencia humana, egoísta y absolutamente personal de cada uno nosotros, ha llevado a algunos otros a creer, como un acto de fe, que su verdad es la única verdad que tiene validez. Y a partir de esta creencia, a partir de este “saber que tengo la razón”, inician ataques contra otros seres humanos, inician marchas, contramarchas, rumores, campañas de desinformación, que no tienen ningún otro objetivo que socavar los débiles fundamentos que mantienen a la sociedad unida.

Esto se ve empeorado, cuando quienes inician este tipo de acciones son aquellos que durante tanto tiempo han sido considerados, por aliados y opositores, como ejemplos de intelectualismo y sobriedad académica. Es especialmente triste ver como en el discurso político la oposición, que tan saludable es para la estabilidad democrática, se ve reducida a vacuas tergiversaciones de datos por aquellos que ya han tenido el honor de ocupar las más altas posiciones de poder y que se rehúsan a ceder el paso a nuevas generaciones. Obstinados adictos al poder, que no saben guiar desde atrás y que, en vez de utilizar su experiencia y conocimiento para servir como inspiración de una nueva generación, se ven condenados a repetir una vez más la historia; esta vez ya no como tragedia, si no como una farsa.

Así mismo se van desbocando aquellos neojacobinos que reclaman derechos y oportunidades de una sociedad que aún no se encuentra lista para entenderlos. Y a fuerza de rechazo y falta de comprensión de como la sociedad no comulga con su “tan evidente posición”, se irán radicalizando, irán aumentando la violencia de su discurso, verán como quienes se le oponen aumentan también su virulencia, alimentando las filas de los extremos, de un monstruo que hoy se encuentra en sus ciernes, pero que de continuar por ese camino de la demonización del otro, de la deshumanización de las realidades de la sociedad en la cual existen, crecerá hasta consumirlos no solo a ellos, si  no a todo aquello que ellos tanto desean.

El principal peligro de la liquidez de la maldad es que convierte a la sociedad en un todos contra todos. Se pierde la confianza y el respeto a las jerarquías de poder, pero no se proponen nuevas estructuras. Caminamos, dándole la espalda a toda la historia humana, hacia un suicidio colectivo fundamentado en el nihilismo y el relativismo.  Discutiendo acaloradamente sobre letras y palabras, mientras ignoramos que solo a través del consenso, la concordia, el respeto mutuo y el fortalecimiento de las instituciones se pueden evitar las trampas que la difusión del mal nos presenta en la modernidad.