Hace mucho que sufro de insomnio. Mi primer encuentro con el mismo empezó hace unos quince años, cuando en la década de mis 20 llevaba un ritmo desordenado de estudios de actuación y trabajo que empezaron a desequilibrarme el llamado reloj circadiano, ese que lleva las oscilaciones de las variables biológicas en intervalos regulares de tiempo, y que es determinante para un buen dormir. 

En esencia, a través de los años y a base de rutinas intensas y malos hábitos, al parecer mi cerebro olvidó conciliar el sueño, lo cual me causó un peculiar dilema con Morfeo.

Durante años el problema era esporádico y lidiaba con él a medias, llevando temporadas de malas noches y de presionar a mi cuerpo a funcionar, a pesar del cansancio y la irritabilidad que aquella carencia suele causar. Ni modo, pensaba, y esperaba pacientemente a que la ola -que solía durar de 24 a 72 horas- pasara. Al fin y al cabo, solía recuperarme después del tercer día, y tras unas semanas, todo volvía a la normalidad. De modo que sin pensármelo mucho, seguía solidificando una serie de hábitos y rutinas que me fueron calcinando el terreno. Sin darme cuenta mi relación con el sueño se fue complicando, hasta que mis propios pensamientos se iban transformando en fragmentos de monólogos internos que además eran mi peor enemigo: “¿Y si no duermo?”, “¡qué horror de ojeras!”, “envejeceré cinco años en un día”, “se me va a ir la memoria”, “si sigo así me voy a enfermar, o peor, me muero”. Y así como de repente, una crisis de insomnio me atropelló de tal modo que ya no me dio tregua. Cinco días sin poder dormir me obligaron, no solo a buscar ayuda profesional, sino a implementar prácticas que me permitieran calmar la ansiedad, aparente causante de aquel trastorno.

La única manera era dejando de pelearme con el insomnio. Nunca lo había entendido del todo hasta que la misma crisis me obligó a meditar como herramienta para poder despejar mi neblina mental, sintiendo sus efectos tranquilizantes, como si se tratara de alguna infusión de raíces medicinales. Así pues, desde un lugar oscuro, la meditación guiada y la naturaleza se convirtieron en armas esenciales de cambio. Sentarme sola frente al mar a ver una puesta de sol, sin celular en mano, o bien tirarme en el piso escuchando alguna voz aterciopelada haciéndome consciente del proceso de respiración y de enfocarme en el lugar presente, me ayudaron a pasar noches en vela con la mayor aceptación posible.

Tratando de entender a fondo la base del no poder dormir y explorando estilos de vida capaces de brindar una transformación sostenible a largo plazo, comencé a hacer terapia cognitiva, que me ha ido enseñando que por suerte el cerebro es maleable y flexible, aunque para re-entrenarlo me tocó implementar una rutina de higiene del sueño: Desconectarme del celular y la tele dos horas antes de dormir, hacer de la habitación un santuario, establecer una misma hora para irme a la cama y despertarme, y otras guías que podrían parecer básicas pero que sin percatarme no venía practicando, y que paulatinamente me fueron cambiando el chip. El insomnio ha sido un mensajero que, aunque sin invitación, simplemente se presentó a advertirme que iba por mal camino. Así son esos males que a veces nos azotan y resultan ser maestros que vienen a transformarnos la vida.