El anhelo y necesidad de cambio en esta nación es desesperante. De ahí la tendencia a olvidarnos de nuestra realidad histórica, y de la clase política con la que contamos. A veces, no pensamos en las razones por las que los del presente no pueden zafarse del pasado. Olvidamos los fracasos de intentos anteriores. Esos desencantos y frustraciones tienen explicación, pues todo cambio político es enfrentamiento, una contienda donde no siempre ganan los mejores.
Una de las transiciones paradigmáticas, modelo de consenso y habilidad negociadora, fue la española: sin derramamiento de sangre pudieron finalizar el régimen franquista y establecer un sistema democrático. Allí triunfó la razón concertada. No fue pura casualidad; favorecieron el éxito de aquella España de entonces una monarquía constitucional, el idealismo y el patriotismo del liderazgo político – hombres cultos y educados, conscientes de su papel histórico. Ayudó, qué duda cabe, el eficiente aparato burocrático heredado del franquismo, y el protagonismo de un estadista de la talla de Adolfo Suárez. Pero tan difícil es cambiar los hábitos del poder, que todavía hoy en España, el franquismo saca la cabeza de tarde en tarde.
Al llegar a palacio, encuentran, no un Estado organizado como el que dejó Franco, sino un putiferio descomunal, una cueva hedionda y desordenada; dineros despilfarrados y robos descomunales
Cualquier esfuerzo por adecentar el quehacer político, encuentra obstáculos. Esto ocurre incluso en Estados monárquicos de ideología única como el Estado Vaticano (recordemos que la Iglesia es doctrina y poder), cuyo monarca, el Papa, hace esfuerzos por implementar el franciscanismo – quehacer auténticamente cristiano – pero sigue encontrando resabios entre remanentes de una curía borgiana y corrupta. Apenas hace unos días, el Cardenal Giovanni Ángelo, viejo jerarca chanchullero, se vio obligado a presentar su renuncia por manejos ilícitos en la Santa Sede, quehacer de la vieja guardia vaticana (no la de Suiza, que hoy solo sirven para el espectáculo, a pesar de su origen mercenario).
Entonces, no es difícil imaginar la monumental tarea que resulta producir cambios en este país y en estos tiempos. No tenemos esas ventajas que tuvieron los españoles durante la transición; nuestra clase política carece de ideología y gusta más del pecado que de la santidad; hasta los beatos y meapilas utilizan el incienso de camuflaje para mantener el estatus quo. Y eso del patriotismo, que en ocasiones tanto ayuda, se lo llevó el dinero; la patria se encuentra hoy en los bancos, las empresas, y cualquier lugar de negocios. De ahí que, en esta nación injusta, tomar nuevos derroteros es complicado. Requiere tiempo, sabiduría, y determinación con dos pares.
Cuando el gobernante Juan Bosch decide darle un giro civilizador a esta sociedad, olvidó que otros todavía cortaban el bacalao (pifia inexplicable en un conocedor profundo de la psicología dominicana). En pocos meses, terminó navegando rumbo a Puerto Rico. Quienes pudieron mantener el poder por largo tiempo fueron aquellos que menos transformaron, incluso empeoraron, viejas y retrógradas costumbres del poder dominicano.
De modo que, es en este aquí y ahora donde tenemos que ubicar al “gobierno del cambio”. Al llegar a palacio, encuentran, no un Estado organizado como el que dejó Franco, sino un putiferio descomunal, una cueva hedionda y desordenada; dineros despilfarrados y robos descomunales. Por otro lado, gran parte de esos hombres y mujeres que ayudaron a conseguir la victoria electoral no pertenecen a los caballeros de Colón, ni son altagracianas. Son mezcla de maco y cacata “Dominican style”, batiburrillo de lo peor del pasado con lo mejor del presente. Entre ellos, una militancia a la vieja usanza que exige derecho al saqueo, aferrada a costumbres del antaño. Se pasan el cambio por el arco de la bandera.
Sin embargo, ese hombre, el ciudadano presidente, y sus ministros, dan muestras a diario de querer adecentar el Estado. Pero no podemos dejar de lado la realidad que tienen que manejar. Sus buenas intenciones están infiltradas por gente dispuesta, con tal de seguir en lo mismo, a sabotear esta transición. No podía haber sido aquí de otra manera.
Entender esas dificultades, lo he escrito antes, es indispensable para mantener las esperanzas. No es lo mismo viajar entre hoyos y lodazales que por carreteras de asfalto. Se trata de desmantelar pandillas y poderes fácticos que buscan “el pedazo de vaca que les toca”, y nada más. Cualquier precipitación es riesgosa. Desinfectar la vieja clase política “no es un maní”.
Esta sociedad, créase o no, está peor que la que dejó Franco y que la curia vaticana. La transición que ahora quiere este colectivo tiene de enemigo a una clase gobernante dañada a profundidad. El actual presidente y su equipo tienen que amarrarse el sable para lograr agarrar por el “pichirrí” a quienes insisten en las malas artes del pasado. Paciencia.