Ahora que ya estamos bastante hartos de tanto leer, escuchar y hablar sobre el extraño señor Trump y de la corrupta señora Oderbrecht, vamos a cambiar de chucho temático y hoy escribiremos sobre estos curiosos animales que son los camélidos pues así le llaman a esa especie. El otro día escuché como le decía un amigo a otro que tenía más mal genio que un camello, raro pero acertada comparación sobre caracteres de las personas y animales.
Los camellos, tan curiosamente vistos y admirados en las películas, zoológicos y en las cabalgatas de Reyes por su forma y cualidades tan peculiares, es cierto que no gozan la fama de ser amigables, se enfadan cuando los levantan para ponerlos a caminar y muestran su feroz dentadura en total desacuerdo.
No son como los perros o gatos que mueven su cola ante las contenturas y los mimos, o como también lo muestran otros animales menos caseros, por ejemplo, el enorme y salvaje elefante menea de un lado para otro la trompa cuando le dan golosinas o frutas, e incluso los temibles cocodrilos después de haberse merendado algún turista o nativo distraídos, se asolean su digestión en las orillas abriendo sus bocas y poniendo cara de extrema felicidad.
Pero con los camellos no es así. Ni mueven el rabo, ni saltan, ni dan la patita cuando sus amos se lo piden. Son más bien psico rígidos, malgeniosos, gruñen de mala manera, muestran sus amenazantes y feroces dentaduras, y no parecen desear la amistad con otros animales, ni, es comprensible, con los humanos.
Ahora bien, hay que entender a los camellos, puesto que tienen sus razones para exhibir ese mal carácter. Por capricho y evolución dela naturaleza, están predestinados a tener una vida bien jorobada desde su nacimiento, hasta el final de sus vidas, cargando en todo momento con una o dos pesadas y molestas totumas en el lomo, según sean dromedarios o bactrianos (originarios de la antigua región de Bactria) respectivamente.
Por si fuera poco, les hacen llevar hasta cuatrocientos kilos como si fueran furgonetas de acarreo, y bajo unos soles abrasadores del desierto que llegan a los cincuenta o sesenta grados, y a una stemperaturas nocturnas tan bajas que rondan el punto de congelación, todo esto sin una triste cachucha, o unas gafas de sol tipo Cartier, y unas mantas de lana para protegerse de los rayos ultravioleta, o de las heladas.
Por si fuera poco, los obligan a caminar maratones de hasta cuarenta o cincuenta kilómetros diarios, a puras pezuñas descalzas sobre arenas candentes, sin siquiera ponerse unos tenis, aunque sean de fabricación china. Y aún peor, no les dan ni un chin de comida, ni una gota de agua durante el trayecto, soportando esta dieta extrema hasta diez o doce días seguidos. ¿Se imaginan una semana sin una refrescante cola, un coco loco, o sin una sabrosa piña colada? Y además, lo explotan colateralmente aprovechándose de su nutritiva leche como alimento y su bosta -caca en cristiano- para combustible.
Y lo más triste de todo, en recompensa a una larga y fatigada existencia llena de servicios y beneficios para sus dueños, cuando les llega la edad de jubilación, los descuartizan sin pena alguna para comer o vender su carne. ¿Y después de todos estos calvarios y penalidades, aún quisiéramos que los camellos fueran amis, simpáticos, obedientes y cariñosos? ¡No jorobemos!