El derecho de memoria
Los estudios de la memoria enfatizan el interés de los regímenes fascistas y totalitarios por el control de la producción simbólica, que se constituye en uno de los ámbitos más vigilados y, por lo tanto, de mayor regulación y censura. Desde los sectores de poder se construye un “nosotros” en función de una cuidadosa y sistemática compilación de representaciones que aluden tanto al presente como al pasado. Esto remite directamente al campo de la memoria, es decir, a la selección y reinterpretación de elementos de un tiempo anterior en función de los intereses y necesidades del presente. Y esto último vale tanto para los sectores hegemónicos como para los subalternos.
Las prácticas de control y poder que ejercen las élites desde las instancias de la memoria son múltiples y continuas en República Dominicana. Un ejemplo reciente ocurrió durante el designado Mes de la Patria -del 26 de enero, natalicio de Juan Pablo Duarte, al 27 de febrero, día de la Independencia- en el que, casi cada día, comisiones de diferentes entes gubernamentales depositaron ofrendas florales en el Altar de la patria para exaltar así las efemérides destacadas en el discurso y la historia oficial.
Sin embargo, el 24 de marzo, apenas unas semanas después de finalizado el mes conmemorativo, una comisión conformada por representantes de varias organizaciones que reivindican la afrodominicanidad se dispusieron a celebrar de igual manera el Día Internacional de Recuerdo de las Víctimas de la Esclavitud y la Trata Transatlántica de Esclavos. Las autoridades impidieron el acto, prohibiendo la entrada de la delegación al lugar de memoria patria.
Para los entes de poder el acto de recordación afrodescendiente no era posible en un lugar emblemático del relato nacional pues, indirectamente, implicaría admitir que en la conformación de la nación dominicana resulta primordial el reconocimiento del pasado de esclavización africana y que los “padres fundadores” habían contemplado esto desde el mismo momento de la declaratoria de independencia.
El contraste entre la promoción de la celebración oficial de carácter nacionalista, que entiende la historia desde la construcción de héroes y el personalismo, y el esfuerzo de los representantes de comunidades subalternas por visibilizar otras realidades y narrativas del pasado en las que se reivindica un colectivo, anónimo y marginal, hace patente las desigualdades y pugnas en el campo de lo simbólico. Ciertas memorias colectivas son ignoradas, negadas o silenciadas, mientras se impone la de los sectores hegemónicos.
En la historia dominicana del siglo XX son múltiples los procesos en que ciertos grupos, esos que han sido etiquetados como “mal comíos”, emprenden la lucha y la defensa por sus derechos desde posturas críticas y la subversión de múltiples poderes, entendiendo que la vulneración de esos derechos atenta contra su existencia como comunidad, como colectivo y como sujetos.
De 1916 a 1924, periodo de la invasión de Estados Unidos, la resistencia activa al ejército extranjero estuvo encabezada por los campesinos que, despojados de sus tierras y sometidos al trabajo forzado por los invasores, se enfrentaron armados de machetes y cuchillos. Dentro de la práctica hegemónica de la representación, a esta resistencia campesina se le denominó peyorativamente “gavilleros” y se le retrató en los discursos oficiales como bandidos y asaltantes, no obstante fuera el sector que quizás más padeció los abusos, la expoliación y el exterminio por parte de los marines estadounidenses.
Otro ejemplo que vale la pena señalar tuvo lugar en la década de 1940, en pleno desarrollo de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo. Remite a las continuas huelgas de trabajadores de diversos sectores, que se encontraban organizados en federaciones y gremios. En 1946 braceros dominicanos, haitianos y del Caribe anglófono, liderados por Mauricio Báez y Hernando Hernández, reclamaban juntos mejores salarios y condiciones de trabajo. Cerca de 20,000 trabajadores paralizaron la industria azucarera, obligando al sector estatal y a los administradores de las centrales norteamericanas a pactar un aumento salarial, la disminución de la jornada de trabajo de 12 a 8 horas diarias y el pago de horas extras, entre otros. La retaliación no se hizo esperar y el régimen procedió a la aniquilación sistemática de líderes, representantes y trabajadores del movimiento.
Si bien el paro se inició con los cortadores de caña, éste se extendió a los ferrocarrileros de la industria azucarera y al gremio de las costureras de San Pedro de Macorís. Empleados agrícolas, de industrias y empresas estatales recurrieron también a la huelga como reclamo de derechos. Se podría decir que en 1946 la movilización de los sectores subalternos se fue generalizando, llegando a poner en entredicho el sistema dictatorial. Solo las negociaciones y acuerdos con los colectivos, efectuadas en un primer momento, y una opresión feroz, que le sucedió, lograron restaurar el control por parte del régimen.
La década de 1940, y en especial estos acontecimientos, han sido escasamente abordados en la extensa bibliografía sobre la tiranía de Trujillo. Abundan, en cambio, los estudios y testimonios en torno al periodo final en que se muestra una oposición conformada, básicamente, por sectores de la burguesía y de las élites.
El pacto de silencio en torno a una memoria de la resistencia de los subalternos en la República Dominicana lleva a que ésta se omita o minimice en las narrativas institucionales. Se genera así la percepción que esta resistencia no ha existido o que ha ocurrido de forma fragmentada o discontinua, sin sustento y sin tradición, cuando en realidad ha sido constante -aunque no generalizada y evidente- durante los diferentes regímenes, épocas y formas de gobierno.
En este contexto cobra mayor vigencia la dimensión de la memoria como acción. El derecho de memoria se constituiría, entonces, en las reivindicaciones que efectúan los grupos excluidos para que se reconozcan su pasado, sus tradiciones e historias y las formas como se relatan, de modo que estas se integren y visibilicen en el conjunto de los discursos y representaciones del colectivo más amplio. De efectuarse esta inclusión, tendría repercusiones directas en la relación conocimiento-poder, es decir, lo que se conoce y cómo se conoce, modificando sustancialmente las representaciones del “nosotros” y los “otros” e incidiendo en las dinámicas de poder existentes.