En el capítulo tercero del cuarto libro de la Ética a Nicómaco, Aristóteles coloca el honor como la cualidad norte de las almas grandiosas. Para el estagirita, el honor es el mayor de los bienes exteriores que poseen las personas magnánimas que es aquella alma cuyas virtudes le han hecho merecedora del reconocimiento de los demás, pero que igualmente posee una gran estimación de sí, al saberse digno de las cosas grandes. Cuando se tiene esta alta estimación de sí, pero sin merecerla, se es un insensato porque quiere atribuirse una gloria que no es suya. Junto el alma magnánima y a la insensata está la mediocre como aquella alma que solo aspira a lo que está a su alcance ya que tiene poca estima de sí y lo reconoce.

Entre los dos extremos, el de la alta estimación (pero sin merecerla) y la baja estimación de sí, está el alma magnánima que, para Aristóteles, representa el punto medio entre el exceso y el defecto. Aunque en relación a la propia grandeza, el magnánimo está en un extremo respecto al insensato y al mediocre; pero en cuanto a la estimación de sí, al reconocimiento de su justo valor está en el punto medio y en este último es donde reside la virtud pues no se peca por exceso ni por defecto.

Las almas magnánimas como tienden a las cosas grandes buscan la mayor virtud (análoga a aquella de los dioses) que es el honor. Para ello ha de concentrarse en las acciones que procuren el honor y alejar aquellas que lleven al deshonor. A las almas grandiosas les acompañan siempre las virtudes y el rechazo de todo vicio. Virtudes y vicios son hábitos que difieren en los fines: si las primeras llevan a algún bien, los segundos conducen al deterioro del alma. De todas maneras, los hábitos buenos o malos modelan el carácter (ethos) de la persona.

Como las almas magnánimas se hacen acompañar de las demás virtudes, son moderadas en las riquezas y el placer; en la manifestación de las penas y las alegrías y así en todo lo demás. No se nace como alma magnánima, sino que el “carácter bueno” es que genera la magnanimidad del alma ya que el alma de bien es la única digna de honor y de estimación.

La circularidad en la descripción aristotélica es para mostrar una verdad simple: las acciones de bien hacen a las personas honorables. Esta verdad precede a otra: que una persona honorable hace acciones de bien. En el primer caso el ser es fruto del hábito, de la actividad con miras a unos fines que son racionalmente estimables como buenos; en el segundo caso, hay peligro de un sustancialismo, se nace como bueno y de ahí surgen los actos virtuosos; lo que contradice los primeros planteamientos del libro del estagirita en torno a la virtud, la acción buena y la felicidad. Por tanto, la validez del segundo juicio está en entenderlo en el orden del aparecer ya que resulta evidente que un carácter bueno realizará acciones buenas.

Una vez realizada esta descripción ideal de la persona magnánima, la mediocre y la insensata, el problema es determinar qué es el bien, cómo entran los demás, los otros, lo social en estas consideraciones más íntimas e individuales. Lo más importante: ¿cómo estas cualidades personales inciden en la vida social y el trato justo a los demás?

A veces las reflexiones éticas y morales se dilucidan mejor en el contraejemplo que en el ejemplo. El contraejemplo surge de una concreción empírica que le da un valor irrefutable e irrevocable de cosa ejecutada, contrario al ejemplo que regularmente surge por abstracción idealista.  Mire usted, amigo lector, el pedazo de isla con delirio de grandeza en que nos han hecho los que nos precedieron y juzgue a baja voz.

Mire usted en derredor, amigo lector, y sitúe en estos tres grupos de almas (magnánima, mediocre, insensata) las figuras públicas que transitan por la política, la cultura, la intelectualidad y las academias dominicanas. Diga usted cuál es el conjunto mayor en su clasificación y pondere sabiamente el lugar que ocupa usted mismo.