Entro a la habitación y él dice: !ah!, ¿ya tengo esposa?. Esposa debe bañarse, respondo. Esposa se mete al baño junto al cansancio, tarda bajo la ducha, porque allí junto al agua se genera el lugar perfecto para pensar. Antes de entrar a la habitación no era esposa, sino madre y tuve que exponer, casi explotando de la rabia, una de esas charlas que se deben tener con hija, o con hijo, o con los dos al mismo tiempo. Conversaciones que solo madre puede sostener, aunque los hijos se vayan y te dejen con la palabra en la boca, porque ya no desean escuchar la letanía.
Mi padre decía “que nunca se te canse la lengua”. Cada vez que, como madre inicio, recuerdo el ardor que sentía en los pies, cuando era una simple hija y me correspondía el lugar de escuchar, siempre odié las charlas unilaterales. Resulta que los hijos de ahora también opinan y dicen lo que sienten, eso complica las cosas. Es culpa nuestra, porque queremos que sean libres, pero no tan libres.
Esposa termina de bañarse, de ponerse la crema de vieja. De repente interrumpo la historia del día en mi forma de yo.
Madre, esposa y yo habitamos el mismo espacio. Esta santísima trinidad juega con la vida. Muchas veces pienso en los días como si fueran una pelotita. Madre se la lanza a esposa, esposa a madre, ellas juegan el día completo, yo, muchas veces intervengo, tomo la pelota con deseos de abandonarla en la orilla, pero no lo hago, prefiero ser una simple observadora, no contaminarlas con mis contradicciones. Yo, resulta ser el personaje que por decisión propia se sienta en una esquina a presenciar como aquellas dos van desenmarañando la historia. Luego, toma nota.
Esposa sale del baño y se lanza hacia la cama.