Aunque Gustave Flaubert quiso escribir su novela como un contrapeso de la normalidad, lo cierto es que su simbología nos abstrae de una forma casi sobrehumana. Su culto a la estética es tan poderoso, que acogemos el personaje de Emma Bovary con devoción y ensimismo, a tal punto que la vemos, y este es el caso particular, en una heroína de la cruda realidad. Quizás ella intentó convertir esta realidad en una irrealidad permanente, cubriendo transversalmente su afanoso interés de amar con los deseos vagos de los demás personajes.

Madame Bovary es la crónica de la doble derrota: el amor y la vida. En su discurrir totalmente heterogéneo, Emma juega con un misterioso y binario sistema realidad-ilusión que la lleva a recorrer los oscuros rincones de la felicidad, cortando de un porrazo los pasivos sentimientos de su esposo Charles, y enfrascándose en atribuladas y apasionadas aventuras con sus dos amantes. Detestaba la propiedad, y pertenecer a alguien era una ficción. Por ello, cada día se forjaba caprichosos placeres que muchas veces se alimentaban de cosas, otras tantas de un amor lleno de ardor, y se reinventaba una y otra vez. Su mundo era ella misma, sin rejas ni cárceles de amor.

Dentro de la simbología de la novela, el corazón se presenta como un órgano de fuego, capaz de soportar anhelos carnales imposibles, frustraciones materiales, impotencias desgarradoras, odio al desamor y la monotonía, amarguras por antihéroes que la pululaban en su vida y excesos en su recorrido hacia la falsa felicidad, una felicidad convencional que tenía, pero que no la saciaba en su apetito por amar, no por buscar sexo. El sexo para ella no era vital, sino su afanosísima búsqueda por amar y ser amada.

Emma tenía muy poco tiempo conociendo el sexo, pero muchísimos años conociendo el amor. Eso creó un vacío abismal en su ser. No obstante, su relación con el pobre diablo de Charles Bovary destapó una necesidad por sentirse amada, amada como aquellos personajes de sus novelas románticas que leía a escondidas en el convento. Un amor infinito y desestructurado, lejos de la patética protección de esposos, lleno de fuego y de deseos desajustados con la tradición burguesa francesa.

Un aspecto simbólico que encierra la trama de la novela, es la hoguera irreal de Emma Bovary como metáfora a su amor alimentado por sus amantes. Esa hoguera arde, dura, revive, disminuye y acaba en la obra. Es una dinámica que mantiene un curso agitado y fogoso. Ella nunca regateó su amor; cuando lo entregaba lo daba a plenitud, incluso a su propio esposo se entregó, salvo que no con las intenciones de encontrar la felicidad, sino como un mero mecanismo de normalidad entre marido-mujer.

Los que tenemos esa desenfrenada devoción hacia ella, la vemos con su escotadura supraesternal maravillosa, su piel blanquecina e inmaculada, sus ojos como globos. Su pelo en forma de bucles, tocando su fina espalda. Todavía la vemos, a esa Madame Bovary encabritada y llena de magia, luchando por ser libre. Finalmente se hizo libre, atándose al amor.

De Madame Bovary podemos decir muchas cosas, pero lo que no podemos negar, ni siquiera siendo hipócritas, es que ella luchó por lo que quería, obviando reglas y situaciones convencionales del amor. De aquí radica su tragedia, de buscar una felicidad real, de un amor sin reservas. Desgraciadamente para ella, logró conocer el amor, pero a cambio de su vida.