En Madame Bovary nos encontramos con un desolado paisaje de deseos sórdidos, de angustias del amor imposible, de la tragedia del sexo logrado por encima de dogmas religiosos y codificaciones de la sociedad. En esta magna obra de Flaubert la búsqueda de la felicidad se torna un drama raído por los fracasos de sus personajes, en especial por Emma Bovary, que trata de encontrar un amor que pueda saciar sus instintos excitantes de mujer, ante el rescoldo de su juventud en conventos y novelas amorosas.

La vinculación en la novela del amor y el dinero es muy sólida, y en muchas ocasiones van de la mano, como una unión necesaria en los personajes principales. El amor reprimido es muchas veces una tortura para Madame Bovary, que, ante este panorama mustio, decide cubrirlo con el dinero, con el afán de las cosas, reafirmando una especie de símbolo en sus deseos por amar y ser deseada. Cada milímetro de la novela es muy bien logrado, como bien afirmaría Gustave Flaubert cuando habló de la palabra exacta (Le mot juste) en sus innumerables cartas a Louise Colet.

Cargada de simbologías y de una descripción realista de la sociedad burguesa, Madame Bovary nos hunde en torbellinos de deseos carnales, pero también en  una búsqueda incesante, libre, inicua, del objetivo del amor frente a las reglas puntillosas de una sociedad avara y mezquina. De todo ello, es el resultado de la lucha que libra Emma Bovary por ser libre, sin ataduras fatuas, buscando en lo más interior de su ser, la verdadera felicidad, sin prejuicios, ni mucho menos condiciones morales.

Aunque algunos estudiosos de Flaubert, tales son los casos de Vargas Llosa y Sartre, consideran que el personaje de Emma Bovary es ambiguo, me atrevo, acaso con miedo a ser decapitado, a disentir de tal postura, pues Madame Bovary, aunque llena de una corrupción carnal, ha sido moldeada con un propósito muy explícito: ser libre ante las reglas del amor. Además, el personaje fue creado como un símbolo de deseo-lucha-amor-tragedia, que es per se la alegoría primaria de la novela.

La esclavitud de Madame Bovary es cruel, sombría, llena de barullos, sin posibilidades de nada, sólo de ser un ente que refleje la conducta de una sociedad burguesa comprometida con aspectos religiosos y sociales de una época indisoluta en la Francia del Segundo Imperio, que mantiene otro régimen discriminatorio, esta vez para el sexo.

Ser mujer, en aquella época Flaubertiana, era vivir con la extirpación de deseos, fantasías y opciones de sueños. Sin embargo, la rebeldía de Emma Bovary viene a crear una resistencia que sólo muere con su tragedia. Ella no tuvo embotamientos en sus momentos íntimos, ni en su lucha por encontrar la felicidad, que aunque la tenía sin verla, no desmayó en seguirla constantemente. Romper con vetustos dogmas y con prohibiciones sumamente ambiguas, fue una tarea de identidad para Emma, y más aún cuando la vida desdeñosa de una época conservadora quiso cercenarle sus deseos de mujer.

Azuzada por los sentimientos, Madame Bovary inicia el camino por descubrirse a sí misma, en mayor medida por sus convicciones sobre el amor y la felicidad que en ella habían llegado justamente con Charles Bovary, aquel hombre sin ambiciones y sin alma. Su exótica figura, sus finos modales y su basta cultura, la hacen poseer un magnetismo peculiar, un magnetismo que la lleva a aventurarse en las pasiones desmedidas y locas.

Absorbida por el amor, Emma Bovary descubre que la felicidad es como una llama, que se mantiene viva hasta que logra ejercer la plenitud de su fuego; luego, languidece y se pierde.