Dicen que la vejez lo cambia todo. Los sentidos cambian sus filtros a medida que se deterioran las facultades y se opacan las luces mentales, haciéndonos aprehender al mundo de manera diferente. Un buen ejemplo de ello se puede encontrar en la metamorfosis de la lujuria, un sentimiento humano que nos asemeja mucho a los seres del reino animal. La lujuria de un joven veinteañero es radicalmente diferente a la incubada por cualquier espécimen de la tercera edad. En este último caso se da una variante que, sin el uso de un referente moral, habría que resaltar como una sublime locura.

Tal conclusión se deriva de la disección del incendiario vocablo con la ayuda de los diccionarios. Para uno “lujuria” es el “apetito desordenado e ilimitado de los placeres carnales”, mientras para otro es un “deseo o actividad sexual exacerbada”.  La diferencia entre las dos definiciones estriba en que en una prima solo una apetencia del cuerpo, mientras la otra incluye también la actividad.  Podría también suponérsele otros significados como una intensa gana de un objeto o circunstancia o el de un deseo desenfrenado por otros tipos de placeres (sibarítico, estético, político). Una última definición es de mucho menor lascivia: “exceso o abundancia de cosas que estimulan o excitan los sentidos”. El abanico de interpretaciones da rienda suelta a la imaginación.

Sea cual sea el significado de “lujuria” ella se asocia a las grandes infidelidades de la historia. Picasso, Frida Kahlo y el rey Fernando el Católico se citan como personajes históricos que adquirieron fama por su actividad extramarital. “Otro de los genios más grandes del siglo XX, Albert Einstein, también era infiel por naturaleza y engañó a sus dos esposas en varias ocasiones.” Reinas famosas como Isabel II de España y Catalina la Grande de Rusia se tienen como ninfómanas, destacándose por el número de “hermosos galanes” que consumieron con su ardor sexual. Inclusive hay libros que, como “Lujuria” de Juan Eslava Galán, desgranan “la lasciva historia de España” contando las peripecias sexuales de personajes sobresalientes de su historia.

Pero ni la infidelidad extramarital ni la ninfomanía ejemplifican cabalmente la lujuria si se comparan con el deseo ardiente que emana sanamente de cualquier ser humano. La lujuria de Grenouille, el personaje de la novela El Perfume de Patrick Suskind, no sería buen ejemplo porque su incontrolable lascivia terminó desgajando al objeto de su insano deseo con el fin de producir una insuperable fragancia. En el campo de la literatura mejor la retratan las múltiples obras que relatan los amores pasionales de sus protagonistas de sano juicio: Anna Karenina de Tolstoi, Romeo y Julieta de Shakespeare, La Letra Escarlata de Nathaniel Hawthorne y hasta El Príncipe de Punta Cana de este humilde escribano.

Tampoco califica como lujuria sana la que se expresa en un deseo “por la mujer de tu prójimo”. Eso quedó proscrito en el décimo mandamiento entre los recibidos por Moises en el Monte Sinaí. (Siendo homofóbico, habría que preguntarse cómo se nombraría ese dictado ahora.) Luego los primeros cristianos colocaron a la lujuria en el primer lugar de los siete pecados capitales que enmarcan la moral cristiana (siendo los demás la gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia). Los hinduistas, por su lado, consideran que todo acto sexual es impuro y conduce a las puertas del infierno. Mientras, en el islam están prohibidas las miradas y pensamientos lascivos.

El prisma moral, sea religioso o de índole social, es indispensable para abrazar un concepto de lujuria que reivindique al ser humano. Existen  obras interesantes que podrían servir de acicate a tales fines:  Emile Durkheim hizo el análisis sociológico más famoso sobre el suicidio en su libro “Suicidio”, Salomón de la Selva escribió su novela “Tratado de la Lujuria” y Ryan Mcgraw ofreció consejos religiosos en “¿Como vencer la lujuria?”.  Pero no ha surgido hasta ahora un análisis profundo y sistemático sobre la lujuria que pueda ayudar a hacer tal exordio. De ahí que haya que apelar a los juicios idealistas sobre la naturaleza humana que prevalecen en “la Republica de las Almas Nobles” para exaltar el tipo de lujuria que nos viene bien a todos.

La mejor lujuria es aquella que concibieron los griegos al imaginarse a Eros, el dios de la atracción sexual y del amor. La primera es, a secas, algo inherente a la condición humana, mientras lo segundo es considerado belleza cuya percepción es “uno de los máximos placeres asequibles mediante los sentidos”. La medicina moderna, por su lado, considera al amor “un signo de salud mental y física”. Es cuando se exceden los límites de la atracción sexual y/o del amor que estos ingredientes de la vida se convierten en lujuria de la peor calaña. “¿De dónde le vienen a la humanidad las señales restrictivas, la línea fronteriza entre lo salubre y lo pernicioso?” Esos límites están dados por la moral occidental judeocristiana, por los otros códigos religiosos, por la tradición o por los usos y costumbres.

Cuando se trata de la “lujuria” juvenil de dos o tres décadas de edad es probable que su connotación será solo sexual o carnal. Esta irrumpe como un irreverente bólido de fuego que arropa los sentidos y despierta la pasión. Se siente como una irresistible atracción que reclama y exige un desfogue carnal para recobrar la paz corporal. Pero también puede ser un “amor” al estilo Cupido que desemboque en una relación platónica con el objeto de atención, o que derive en una fascinación romántica que lleve a una pareja a consagrar sus lazos indisolubles en los altares.

La lujuria se manifiesta veleidosa cuando se trata de personas de la tercera edad. Es casi seguro que sea una nostalgia por el recuerdo orgiástico de algún encuentro interpersonal que ha culminado en un frenesí de placer sexual. Ahora bien, esa nostalgia está compuesta por un recuerdo y también por un sueño. El sueno de poder replicar las andanzas del pasado es lo que hace soportable la lujuria de la tercera edad.

Por supuesto, existen puntos de vista más lisonjeros sobre la lujuria en la ancianidad. Hay doctores que dicen que si se cumple lo de ’Mens in sana in corpore sano' la edad no se interpondrá “para enamorarse, sentir de nuevo mariposas en el estómago o vivir la pasión sexual con intensidad".Si Vargas Llosa pasea su renovado amor sin demasiado miramiento, su colega Gabriel García Márquez se conformó con reivindicar la lujuria senil en ’Memoria de mis putas tristes'. En sus páginas, el protagonista, un anciano periodista, se regala con motivo de su 90 aniversario una noche de amor con una adolescente virgen. Contra todo pronóstico, el hombre acaba encontrando el amor en la recta final de su vida.” Pero eso no es más que ficción literaria.

Cual sea el enfoque adoptado, el menguado reservorio sexual del anciano impone límites que no provienen de dogmas religiosos o protocolos sociales. Cuando ya ha abandonado “con donaire las cosas de la juventud” no puede pretender recrear los lances de antaño porque no estará asistido por una arrogante libido. Podría no cansarse de desear el éxtasis de otrora, pero puede llegar a ponerse de ridículo intentando materializar algo que ya sus exiguas energías le tienen vedado. Mejor es que se conforme con lo estético y no exija lo carnal. Lo realista y sensato es anhelar solo el placer que se deriva de la nostalgia y del sueño. De lo contrario caerá en un estado patológico de lujuria senil y perderá dignidad.