No soy supersticioso. Pero debo contar dos episodios, fuera de lo común, que viví con Luis -Terror- Diaz.

Antes, debo decir que nos conocimos por el año 2002. Yo manejaba con marcado éxito, un bar en Santiago denominado “Te mataré Batista”. Para amenizar, algunos jueves y viernes presentábamos artistas en vivo. Contraté a Luis vía telefónica y lo fui a recibir a “La Metro”, pues venía de La Capital.
Nos trasladamos directamente al bar, para que comiera algo y descansara. Había instruido a Mary, la administradora, para que le brindara las mejores atenciones a ese ícono de la música popular. Así lo hizo.

Tan pronto pusimos pie en “Te mataré”, apareció “La pérfida Mary” saludando cariñosamente al “Terror” y su acompañante:

-Que desea tomar, Señor Horror?- preguntó Mary, esbozando una sonrisa.

-Mary, no es “ Horror” es “Terror”!- me apresuré a aclararle, consternado. Ella, fingiendo no percatarse del estropicio, volvió sobre sus pasos:

-Qué desea tomar “Señor Horror”? -le repitió, mostrando la misma sonrisa.

-Una cervecita -Jejeje!- y otra para Cristina, por favor- respondió el artista.

A Luis le había hecho gracia lo de “Señor Horror” y estaba de un excelente humor.

El concierto fue un éxito y esa noche se selló una verdadera amistad entre Luis y yo que duraría hasta su muerte, siete años después. Era un cariño auténtico. Nos decíamos “Manito”. Me acompañaba frecuentemente a mi casa en Diferencia y previo a cada viaje, hacía siempre las mismas preguntas:

—Y los muchachos van? -Es decir, si iban mujeres en el grupo-. Tan pronto le contestaba, venía la siguiente pregunta:

Juan Luis Pichardo y Luis Diaz

-Y los muchachitos? -es decir, si lo de las bebidas estaba resuelto.

-Sí, Luis, no te preocupes, baja- le respondía yo, con entusiasmo.

Ese cariño que nos profesábamos no vino de la nada. Teníamos un vínculo común, “un hilo de plata”, que nos unía. El mejor amigo de Luis era mi primo hermano, Juan Luis Pichardo, a quien Luis adoraba.

Juan Luis había heredado de su padre, mi tío Lacinio Pichardo, unos edificios en la calle José Reyes, en Santo Domingo.

Luis le había alquilado un apartamento, es decir, que además de “enllave”, Juan Luis era su casero. Puedo imaginarme perfectamente las gestiones de cobros de los alquileres que debía hacer Jean Luis todos los meses…

De ambos recibía continuas llamadas requiriendo mi presencia inmediata , quejándose – uno y otro- de la mala salud que afectaba al otro y de lo poco que se cuidaba. Juan Luis tenía razón, Luis murió primero, pero Juan Luis moriría unos meses después.

El día del velatorio de Luis en La Blandino, Juan Luis me recibió apaleado, como una “Dolorosa”. Se notaba que tenía días llorando sin pegar un ojo…Pero me he ido apartando de lo que quería contarles.

Un día, estado en mi casa, en Diferencia, Luis estaba inspirado y se había pasado todo el tiempo escribiendo y componiendo canciones. Recuerdo que en ese viaje había llevado una novia bastante extraña. “Es una artista”, me dijo, cuando me la presentó. “Con una voz preciosa”, añadió. Lo cierto era que nunca pude comunicarme con la joven. Era tan “cool”, que hablándome en perfecto español, y de frente, no podía entender una palabra de lo que decía y tenía que recurrir a traductores, así que opté por evitarla.

La otra persona que acompañaba a Luis en ese viaje era Pedro Amorós, entrañable amigo del Terror y creo, sin temor a equivocarme, su principal biógrafo.

Después de bañarse en las frescas aguas del “Amina”, que pasa justo frente a mi casa, Luis se sentó en una de las “Tet’e piedra” del río, guitarra en mano. Empezó a tocar y a cantar, y a medida que cantaba, se llenaba de mariposas. No estoy hablando de 5 ó 6 mariposas. Estoy hablando de docenas de mariposas revoloteando en su cabeza. Nosotros nos mirábamos atónitos, a sabiendas que estábamos presenciando un acto mágico, que Pedrito captó con su cámara, cuando las primeras mariposas se acercaron.

Luis Diaz, foto: Amorós

La otra extraña experiencia fue durante su entierro. Salimos de la funeraria y fuimos a Ciudad Nueva. La procesión decidió pasear el cadáver del artista venerado por la zona donde había vivido. Recuerdo a Roldán, con su espesa cabellera, presidiendo la comitiva. La pena se podía cortar. Los vecinos estaban por todas partes, tratando de participar de las exequias. De pronto, cuando el cortejo se aproximaba a la casa que fuera de Luís, empezó a llover. Era una lluvia inesperada y cautivadora. La procesión se desvaneció y sólo un grupo que cargaba la urna abierta entró a la casa.

La lluvia tenía un extraño efecto, como si estuviera directamente relacionada con ese tiempo, con la muerte del artista. Yo me refugié en un alero de la casa contigua, en la Beller, y entonces sentí que el tiempo se había detenido. Todo se había callado. Era como si una mano hubiera apagado toda aquella escena de aflicción. Estaba completamente inmovilizado.Ese trance debió durar varios minutos, hasta que pasó el chaparrón y todo volvió a la normalidad.

Sacaron la urna de la casa. El ilustre muerto iba vestido como lo recordaban, chaqueta negra de cuero y lentes de rockero, y así continuó la procesión al cementerio.