“No sé si voy o vengo

de algún sitio

donde nunca estuve.”

Desde la antigua Roma hasta el Medioevo, y desde el Renacimiento hasta el modernismo, la poesía tradujo la realidad y el sentir reflejando en el espejo de la metáfora al Ser que crea, destruye, ama, odia, duele y sueña. Aferrada al instante, ella sucede en el presente porque no cabe en un calendario que le sofoque, mas, no ignora el tiempo que registra su acontecer; ese viaje, travesía o aventura, que depositado en un espacio sin pasado ni futuro, su ejecutor, el poeta, persigue eternizar. Preocupado por tal faena, Faulkner sentenció en su esplendor literario que “Es el privilegio (del poeta) ayudar al hombre a soportar la existencia mediante el levantamiento de su corazón, recordándole el coraje y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión y la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta necesita no solo ser el registro del hombre, puede ser además uno de sus pilares, los pilares que le ayudarán a resistir y prevalecer”. En este contexto cabe entonces preguntarse ¿para qué sirve la poesía?

Luis Eduardo Aute

Hemos dicho que el ejercicio contemporáneo de este género se enmarca en el panorama del existir posmoderno influenciado por dos de sus más destacados rasgos: la fugacidad y la incertidumbre. El primero hace referencia a la naturaleza frágil del vivir del presente donde mercado, tecnología y ciencia, echados de mano, impulsan al hombre en una suerte de espiral indetenible que no permite el ocio. La ausencia de este reposo fundamental para el cultivo del pensar desfavorece el desarrollo de dos de nuestras cualidades más sublimes: el amor y la solidaridad, fenómeno que, peor aún, se afianza cada vez más en una época que ha arrebatado el valor de las cosas justamente por adjudicarles un precio. Dicho esto, es de rigor reconocer la necesidad de la poesía como instrumento que intensifica la conciencia, como gesta que transforma nuestra mirada hacia lo cotidiano a fin de “encontrar el misterio y el fulgor escondido en lo visible”, como ha anotado Antonio Gamoneda.

Un inusual artista filipino emigrado a la España de sus padres a los once años ha conformado una voluminosa obra persiguiendo justamente aquel destello a través de la pintura (su pasión originaria), el cine, la música y la poesía, expresiones que él mismo ha dicho existen inter conexas ya que sin la magia de lo poético, ni pintura ni música alcanzarían la categoría de obra de arte. Es, por supuesto, de Luis Eduardo Aute (1943) de quien hablamos regocijados por la publicación de su obra poética en el volumen que da título a esta reseña. Si da Vinci pintó, esculpió y pensó, Aute, incomparable ejemplo del artista renacentista hizo lo propio explorando sus preocupaciones, las nuestras, armado del pincel, la pluma y la guitarra. El origen, expresado en el sexo y el amor, en la muerte, y, por ende, en la trascendencia mística y ontológica, son algunas de las autemáticas esparcidas entre las letras de este libro agrupadas en ocho volúmenes cronológicamente ordenados: “La matemática del espejo”, “La liturgia del desorden”, “Menú de noche”, “Animal uno”, “ANIMAIDOS”, “animaL3D”, “animalito, animaLcuatro” y “No hay quinto aniMaLo”. 

José Manuel Caballero Bonald, prologuista de esta antología y conocedor de la obra de Aute, le define como un singular exégeta de la realidad, más que intérprete, como un metódico traductor de la vida dotado de una notable capacidad indagatoria de los entresijos del existir. A veces obstinado y en otras perplejo, su visión abraza una conducta crítica despojada de rigidez ideológica enmarcada por una tonalidad que va desde lo elegíaco a lo irónico para levantar airosas actas de las tenaces colisiones con la sociedad en que vive, apunta Caballero Bonald, tal como se evidencia en el poema “Ceguerón”: La fe es ciega, / la Justicia es ciega, / El Amor es ciego, / las estatuas son ciegas / y es evidente que los árboles / no dejan ver el bosque. / Juro que a partir de ahora / dejaré de pagar / el recibo de la luz..

Una particular característica de los textos de este artista es el uso de “las palabras contra las palabras” en brevísimas estrofas donde la intertextualidad las aproxima al aforismo, construcciones que el autor ha llamado “poemigas”; en ellos la conformación del poema está a merced de un rejuego gráfico y de dicción que intenta acercar el lector a aquellas “fuentes invioladas de la vida” de que hablaba Cioran, como ilustra “GENESÍStole”: ¿Tenía ADN / ADáN?.

La temática amorosa en Aute, íntima y sensible, rebelde e insatisfecha, se refugia en imágenes profundamente eróticas que construyen propuestas decididamente plurisensoriales en las que sexo, eros y el Ser representan un todo abarcador haciendo de él un raro caso en la artística hispanoparlante. El amor y el cuerpo compartido son aquí trascendentales; fulguraciones que el enamoramiento acerca irrefrenablemente obligando a los amantes, en palabras suyas, a “desnudarse de todo lo que nos acerca y no nos acerca”: Antes del amor / se desnudan los cuerpos. / Después del amor / se anudan las / almas. / El sexo / desnuda al cuerpo, / el amor, / al alma. Es por ello por lo que Aute concluye convencido que ciertamente, “los cuerpos, después del amor, huelen a alma…”

Aparecen en este volumen textos de carácter filosófico en los que ánima y alma juegan con la animal mortalidad que nos define mientras simultáneamente se entregan a la amortalidad otorgada por el pensamiento: Anímate, levanta el ánimo, / animal, / que la Bestia te quiere / asesinar / y, de puro bestia, no sabe / que el Alma que te anima, / animal del alma, / es amortal. Es la invitación al raciocinio, al encuentro con la razón que, con suerte, encauzará al Hombre-bestia creador de guerras e injusticias hacia el camino del alma-humanizada con demasiada frecuencia extraviada entre las garras de la desazón. 

Aute nunca ha sido creyente confeso ni ateo declarado, más bien admite ser un místico inclasificable que quiere descifrar si es a nosotros mismos o a Dios a quien debemos preguntar quiénes somos; y ante la inconmensurable complejidad de la existencia confiesa cuán difícil se hace su concepción desde una perspectiva estrictamente material. Quizás por ello prefiere refugiarse en el Yo mientras cuestiona, escéptico, la verdadera naturaleza de la comunión entre lo profano y lo divino: Cómo has podido, Tú, /Ánima pura, / crear al animal humano / a tu imagen y semejanza / y permitir que se transfigure / en esa bestia que me mira / en el espejo / cada mañana. / Di, Dios.

Joaquín Sabina, ese otro guerrero que dispara sonetos y canciones para sacudirnos, dice que la poesía huye, a veces, de los libros para anidar extramuros, en la calle, en el silencio, en los sueños, en la piel y en los escombros… Eso lo sabe Luis Eduardo Aute quien a pesar de estar convencido de que ya no hay utopías sino “posibilismos”, insiste en perseguir, letras a cuestas, las fuentes de optimismo con que a su modo de ver aún contamos: “Tal vez los niños con su urgente necesidad de ternura. O tal vez intentar no matar al niño que todos llevamos dentro. Ni tampoco al animal… a la bestia sí.”