No hace mucho tiempo, apenas dos años, Luis Días dejó este mundo, para no pedir piedad en el otro. José Duluc, su viejo amigo, organizó una noche para su recuerdo.
Muchos nos reunimos allí, en el Parque Duarte de la Zona Colonial, para recordarle. Y lo hicimos con el orgullo trascendente de recordar a alguien que no podrá ser recuperado en muerte por los que nunca tuvieron el valor de reconocerle en vida su talento y arrojo; asuntos de un país condenado, a no tener memorias verdaderas.
El drama de la historia y la biografía de Luis Días, sigue siendo la misma: un hombre de Bonao, que con alma campesina, descubrió el mundo urbano sin renunciar a su mundo original: la lírica del campo.
Como siempre ha sucedido en las biografías de músicos interesantes, lo genuino, lo muy genuino, siempre se queda sin pulir en su totalidad, en esa veta invisible estaba la bujía, el dínamo de un compositor visionario a quien el medio le quedó muy pequeño. Demasiado habría que decir.
Por eso, en su momento, su noción de vanguardia de la música popular, el rock y el pop, trascendió con autenticidad en un medio que siempre desconfió de él por sus arrebatos libertarios, propio de la irracionalidad creadora de todo artista que sienta serlo en la costura virgen de los forros de su alma, por encima de toda murmuración holgazana y pendenciera.
Queda para la historia cultural, la posible evaluación de Luis Días, colocado en los foros estériles de todos aquellos para quienes era más fácil el seudo juicio moral para descalificar a la persona y, de paso, poder descalificar al artista brillante que siempre fue.
Entre tropezones y tropezones, con el grupo Madora, descubre algo que la izquierda cultural de finales de los 70 principio de los 80 (del siglo XX), no entendería, porque siempre pudo más la ignorancia que la curiosidad y el conocimiento. Ausentes de su tiempo, nada podían entender hasta el ocaso tardío y mustio. Pero Luis Días conocía su sendero.
Ello explica sus "escándalos" en Moscú y La Habana, capitales entontes de la hipocresía crasa y la simulación, de lo público y lo privado, de lo clandestino entre humo azulado de las cavas escondidas y el necesario desenfreno que los espíritus reclaman, cuando la mordaza implacable se hace ley y norma de vida.
A pesar de ello, dejó en canciones parte de la memoria constitucionalista en la que Caamaño y el timonel Pichirilo, aparecen como personajes de una epopeya caribeña nuestra, en una metamorfosis de fuerza mágica y elogio bélico a la dignidad nacional.
Luis Días dejó un doble legado: el de su conciencia, por su condición social, de la que tenía plena conciencia (sus textos así lo denotaron hasta la saciedad) y el de su música, que espero tenga mejores destinatarios, que no sean los ministerios correspondientes ausentes de todo acontecimiento trascendente.
En mi caso particular, no hay lamentos de ninguna índole, porque sé perfectamente que la historia política y cultural lo demuestra hasta la saciedad, en la República dominicana no hay valoración de legados culturales en buena lid, porque la gestión cultural que debió poner en evidencia ante la población con programas esos legados, es frívola y la memoria como tal no interesa, a no ser que algún interés oficial de modo circunstancial así lo demande.
En otras palabras, la responsabilidad de mantener el nombre de Luis Días y su legado corresponderá a su familia y a un grupo de amigos, que hemos valorado siempre su obra, y comprendimos su personalidad (sin pedirle explicaciones ni en la vida ni en la muerte). Que estamos dispuestos a argumentar con la fuerza debida, basados en conceptos y criterios, lo que Luis Días ha significado para un país al que cantó, con inspiración y lirismo, lo esencial de su alma nacional, con una alegría aparente, pero también con un dolor impotente y desconsolado.
Tenía el alma de los blusitas, aquel blues fuerte como el tabaco negro, que se impregna entre la piel y la sangre, que deja con su aroma revuelto los olfatos cautivos.
Intenso como el yecto mismo de la vida que se inicia, sudado de mar y arrecifes, entre voz y guitarra relampagueante, a veces entre sombra de conventos y piedras amarillas, cruza veloz con medio tono de mangulina hirsuta.
El vacío es tan grande, que ni Arquímedes resucitado, podría medirlo. Algo no suena como antes, ni las campanas ni todas la sinfonías de abejas en celo.
En su voz modulada, gargantas verdes de montañas y rocíos se arremolinaban como ecos dulces de música no repetida.
Para quienes tienen aún memoria y saben entender el valor que la misma tiene, Luis Días será una las expresiones de mayor valor que jamás haya tenido este país.
Por eso cada 8 de diciembre, se le recordará en el Parque Duarte de la Zona Colonial, donde tibio aún, su espíritu ronda como una luz con voces imposibles de callar…