Según el semiólogo francés Roland Barthes, la esencia de la lucha libre es la de ser un  espectáculo excesivo. Sus antecedentes los sentaron los antiguos griegos. Pero no los luchadores, sino los actores de teatro: La lucha libre no es un deporte, es un espectáculo. La virtud de todo espectáculo es la de abolir las causas y las consecuencias, permitir al público entrar en un limbo que lo secuestre de la realidad. A sus fanáticos no les importa la simulación del combate, sino los sentimientos que les provoca: La lucha libre genera una pasión que brota violenta e independientemente del resultado del encuentro.

Leo a Barthes  y pienso que lo mismo hubiera concluido de nuestra política, esa pasmosa fábrica de las más inútiles pasiones: La desesperante admiración del analfabeto por el político que gasta millones en libros (que de seguro no lee); la certeza arrogante del lego que creía que no pasaría un año sin que Balaguer ganara el Nóbel de Literatura o las del que aún jura que Leonel ganará  este año el Nóbel de la Paz, o Danilo el de Medicina (por sus visitas sorpresivas a esos almacenes de moribundos que insistimos en llamar hospitales); la indolencia con la que muchos defienden los abusos a leyes, principios, valores y conciudadanos que cometen sus partidos y la hipócrita indignación con la que los denuncian cuando los infractores son los partidos contrarios; en fin, la absurda lealtad con que muchos miserables defienden – hasta con su vida – a sus “héroes”, con cuyas “hazañas” compensan su azarosa vida…

Todos sabemos que nuestros políticos mienten como respiran, pero hacemos como si no lo supiéramos. Reaccionamos con ira, con admiración, con orgullo, con desconsuelo, con interés o con hastío. Importan menos sus canalladas que las emociones que éstas provocan… como en la lucha libre.

Contra esta política lucha libro.