En la hora sexta de una tarde muy lluviosa y de calor, mi auto y yo “nos quedamos” a pocos pasos del semáforo en la calle Rosa Duarte. Experiencias como estas fueron deporte un tiempo atrás, cuando el mecánico que atendía mi clásico vintage mantenía algo así como una iguala automotriz a costa de mi ignorancia e ingenuidad en el área. Aunque hoy, gracias a sus gentiles y mensuales abusos, aprendí sobre piezas mecánicas, me he vuelto experta en neumáticos, se cuánto dura un repuesto según el uso, y hasta aprendí a lidiar con la cultura de La 20 sin mayor inconveniente(*); me encargo de todos los aceites y aprendí sobre los sonidos bajo el capó, como una madre que llega a distinguir el llanto de su bebé.

Por suerte, una amiga me acompañaba y eso hacía las cosas más llevaderas. Ya conocía las razones de que el clásico se fuera muriendo de a poquito y sabía qué hacer, pero faltaban brazos. En fin, a falta de un cono, saqué del baúl el triángulo rojo naranja – o naranja rojo- y lo coloqué a una distancia prudente, además de encender las luces intermitentes.

Tal y como supuse, el carro arrancó luego de varias maniobras de vieja usanza, pero también sabía que al rato volvería a apagarse. Y lo hizo justo antes de llegar a la Dr. Delgado, poco antes de otro semáforo, digamos que delante de mi podían estar dos autos más. Las luces nunca dejaron de estar intermitentes, como indica el protocolo para advertir al que viene detrás. Sin embargo confirmé que para muchos conductores, estas solo son útiles si llueve torrencialmente. Esta vez, sin temor por generalizar, todos los vehículos quedaban tras de mí esperando que al cambiar la luz yo me movería.

Mientras la ayuda llegaba pensé en la palabra felación, ¡pero eso no es un insulto!, concluí.

Estaba mal estacionada, a una distancia del borde de la acera más allá de lo que establece la Ley de Tránsito, las direccionales siempre encendidas, yo hacía más señas que un mimo, sin embargo los autos continuaban en filita hasta que “caían en cuenta” de que algo pasaba. Al seguir de largo me miraban con cara de reproche. Como una excepción, un joven me dijo: -mi amor, ¿qué le pasa?, en clara referencia al automóvil. Le di razones, puso cara de “qué pena”, y siguió su ruta luego de regalarme una sonrisa solidaria.

Justo en la acera del frente, en un segundo piso, aparecieron los dos brazos que faltaban. Era la figura de un hombre cuya expresión me hizo pensar que venía con alguna pregunta tonta; algo como: -¿te quedaste?  Mi humor sarcástico estaba listo para usar pero no fue necesario. El bajó, preguntó qué pasaba, le expliqué y de inmediato ambos coincidimos sobre qué hacer. Efectivamente, todo dio resultado y arranqué rauda y veloz Dr. Delgado derecho.

Además de confirmar lo solidarios que podemos ser los dominicanos y las dominicanas, si decidimos serlo, y que las luces intermitentes solo llaman la atención si llueve harto, antes de recibir la ayuda del hombre que les conté, fui la cancha de un popular insulto conferido por una dama que quedó tras de mi un rato, sin reparar en mis gestos ni en las luces. La chica tuvo el detalle de reducir la marcha, bajar su cristal, y gritar a todo pulmón: -¡parquéate bien mmg…!

Mientras la ayuda llegaba pensé en la palabra felación, ¡pero eso no es un insulto!, concluí. Mientras, mi clásico doblaba en neutro a la derecha de la Delgado, ante la mirada del agente que dirigía el tránsito, el chofer de una voladora que no tuvo más opción que reducir la velocidad y el susto de mi amiga, que pensó que íbamos camino a estrellarnos.

(*) Nombre popular de la calle Marcos Ruiz, del sector Villa Juana.