Está claro: no todos los fuegos artificiales deben ser vistos como la gran cosa. Es cierto: todos imaginamos un fin de año con un gran despliegue pirotécnico. Digamos: dos horas de fuego, algo que ni en Manhattan. Me decía una persona: “bueno, con 20 minutos está bien”.
En algunos lugares de la ciudad, deben montar alguna parafernalia para que estas luces se desplieguen en el cielo oscuro. Ya es una práctica de la ciudad que la gente se junte –en condiciones normales–, para ver los fuegos. Alguien hablará de su peligrosidad, algo cierto.
Uno se levanta de la mesa de la cena y espera las doce como todo el mundo, solo que en mi caso con un fondo de Empire Of The Sun: nada mal. Pero era cierto también: la canción que más se adapta a este momentísimo es A Sky Full Of Stars, “ésamima” de Coldplay. Las estrellas –mencionadas en la canción–, son los fuegos comprados en alguna esquina. “Esto es una vieja costumbre”, dirá un pirómano.
Era cierto: los fuegos serían desatados durante un largo tiempo. La gente los espera, este año más. No quiero hacer de pitoniso pero es algo obvio que la gente quiera una catarsis. Puede que sean los fuegos: veremos esto en pocos minutos. Esa catarsis tiene que ver con las cosas que han pasado, algo así como las famosas cacerolas de los últimos meses. Pasamos unas elecciones dramáticas, y tenemos un nuevo gobierno. “Creo que estos fuegos le quitan a uno la presión…eso de andar por las calles en la creencia de que te van a pegar un virus se parece a un cuento de Pohl”, me dice H.
No intentaré una crónica de todo lo sucedido, algo imposible. Lo que sí quiero destacar es que estos fuegos artificiales son de extremada calidad. Si duran una hora, no es un mal tiempo. “Que duren bastante”, dirá una invitada. “Por este lado están preciosos”, continuará.
Como todos los años, también salen por televisión: la gente pone Manhattan, aunque conozco gente que vino de Nueva York a pasarse el año nuevo aquí. Son nostálgicos con su país, retornan como un viejo recuerdo, como si algo los atara a su pequeño terruño. “Los de esta zona parecen neoyorquinos”, dirá. “Nada que ver, aquí somos unos verdugos”, le dirá otro.
No tengo el dato pero en Sídney, Australia –de donde son los Empire–, también habrá un espectáculo. En todas las ciudades del mundo podría darse esta catarsis. Levantarse, mirar el reloj, y esperar a que el cielo se llene de luces. Hay que considerar que mucha gente no tiene los contingentes familiares de siempre, y menos ahora. No todo el mundo se juntará en masa como ocurre en algunas familias. Alguien me dirá: “no creo, lo viviremos normal”.
Lo cierto es que el año nuevo, –la celebración– durará unas pocas horas. El primero de enero no tiene por qué ser un cuento de K Rowling, donde todo es fantástico (Troubled Blood). Tampoco aspiramos a ser una novela de Murakami (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, 1994), como tampoco podemos decir que no esperaremos a los Reyes Magos. Lo cierto es que los fuegos artificiales serán vistos, aunque sea por televisión, y todos saldrán afuera. Es la lucha de la vida por imponerse en un año dramático.
Movilizarse hasta los lugares donde hacen estas exhibiciones, no creo que sea lo más rentable, sobre todo en una noche en la que con mascarillas pareceremos fantasmas sacados de un cuento de Poppy Montgomery, esta chica de belleza inenarrable.