A Humberto Frías, a su grata memoria

[Este artículo fue publicado originalmente en el suplemento Ventana del Listín Diario -cuando era el “Listín Diario”- en el año de 1998, y se reproduce ahora porque de nuevo está de moda la renovación del espacio urbano de la Ciudad Colonial, la zona intramuros en conjunto. La preocupación ante el deterioro de barrios enteros y la desaparición de inmuebles y sitios de esparcimiento valiosísimos sigue siendo la misma, igual que la desconfianza en la solución que se dará al problema, si es que se lleva a cabo el proyecto. Un proyecto que arranca con una lentitud pasmosa, y que al parecer tomará años, que causa malestares a los inquilinos de las zonas intervenidas y daños a las edificaciones. Un proyecto que implica, sospechosamente, la remoción de enormes cantidades de material para el soterrado de los servicios, y su irracional sustitución por otro, amén de la eliminación de las aceras y posiblemente de la  copiosa arboleda de la calle Arzobispo Portes, entre otras barbaridades quizás parecidas al infame  cauchicidio de la casa de Bastida].

Los burócratas de la cultura se devanan la sesera reinventando la cultura, pero ésta se les niega porque la cultura no se inventa desde arriba: es una secreción social de los pueblos, comunidades, familias. La cultura se identifica con la vida. Incentivar la vida equivale a incentivar la cultura.

De aquí hay que partir para examinar las propuestas, e incluso las iniciativas concretas en pro de la rehabilitación física y cultural de la zona colonial, la ciudad intramuros en conjunto.

En el viejo San Juan, la cultura no es una propuesta: es un hecho, porque allí está lleno de vida lo que aquí está lleno de muerte.

A mi amigo boricua, el independentista Arsenio Suárez Franceschi, le debo el primer contacto con el viejo San Juan. La emoción, ese día, era doble, si no triple. Una por la temeridad de Arsenio al volante, otra por la estadía en Puerto Rico, otra por el deslumbramiento. Ninguna ciudad, después de Florencia, me había causado tal impresión.

Al viejo San Juan, de noche, sobre todo de noche, cuando la luz conspira a favor de la magia y la poesía, el visitante ingresa alucinado. Aquí la plaza a ritmo de melodías tropicales, aquí las calles adoquinadas con adoquines de piedra tallada (no adefesios de cemento), aquí las galerías repletas de paisanos y turistas, aquí el Museo de las Mariposas, aquí la casa de Ponce, aquí el incandescente Paseo de la Princesa, aquí el embrujo del coquí en los jardines de El Convento. Aquí también, por cierto, La Perla tenebrosa, el barrio pobre, donde pocos se atreven. Es la ciudad de Ricardo Alegría, su rehacedor. Promontorio macizo y quebrado, vertedero y vivero de cultura. La cultura y la vida volcadas hacia el exterior, como en Florencia, salvando las distancias.

En la zona colonial de Santo Domingo predomina la cultura de la muerte, cultura de la indolencia, del sucio y la basura, cultura del abandono, del atraco. Trujillo no le dio mayor importancia y destruyó a su antojo lo que quiso, declarando “peligro público” las edificaciones que entorpecían sus proyectos. Balaguer Amparo le cantó en su "Guía emocional de la ciudad romántica" y la dejó morir, seguir muriendo, a manos de arquitectos que se hicieron con partes de sus restos.

Las ciudades se mueren, como la gente, a pedazos, antes de ser difuntas. Se mueren o las matan. Pipí Trujillo, en los años cincuenta, mató el faro centenario de la José Gabriel García, desmantelándolo pieza por pieza para venderlo como chatarra. El Club de la Juventud, histórico por definición, murió de muerte natural en la misma década. Igual murieron o desaparecieron las mariposas de San Fernando, a las que el poeta Jóvine cantó en poema memorable. Después se murieron las retretas, las divertidas misas en latín, se murió la tanda vermut, se murieron el matinée, los paseos en el Malecón. Se murieron un poco los domingos porque no había domingos sin retretas, sin misas en latín para ir a mirar a las muchachas, y mucho menos sin tanda vermut, sin matinée y paseos en el Malecón

En el ámbito de la ciudad extramuros murieron o morirían por esa época los paseos en coche, las guaguas de dos pisos y las fiestas con luna sobre El Jaragua, el demolido Hotel Jaragua. Y para colmo, Güibia también había muerto. Güibia, el único balneario de la ciudad de Santo Domingo, había muerto de asfixia a consecuencias del dragado del puerto y la contaminación durante la era gloriosa. Años después, los bancos del Malecón de Santo Domingo y el malecón de la preciosa playa de Boca Chica serían vilmente asesinados por síndicos reformistas y perredeístas.

Calle El CondeEn otra era no menos gloriosa le tocaría el turno a esa joya de paisajismo e ingeniería que fue, alguna vez, el Parque Independencia, con su glorieta, sus fuentes, sus túneles de trinitarias y su inmensa población de ciguas palmeras. Las mismas que al atardecer, convertidas en ciguas bombarderas, obligaban a desalojar la plaza.

En lugar del viejo Parque Independencia se construyó otro muy nuevo, muy moderno (aunque ya de ancianidad), semejante en modo particular a un corral ganadero, con cerca y abrevadero. Y en el lugar de la espigada glorieta de antaño, que fue a parar a una finca de guardias, se irguió un monolito inverosímil cuya improbable belleza arquitectónica es tendencialmente fascista. ¡Ay, Doctor, qué dolor!

La muerte llegó a los cines de la ciudad intramuros, que era como decir todos los cines, los principales cines de Santo Domingo, aparte del presuntuoso Elite de la Pasteur. Así murió primero el glamoroso Olimpia de la Palo Hincado, murió el Rialto de tres pisos, con dos pisos para ver películas y uno para motel. Al cine militar de la calle Las Damas (del que pocos tienen noticias, igual que el baño de María de Toledo frente a la planta de “Timbeque”) lo remodelaron y convirtieron en Auditorio del Arzobispado. Al Santomé de El Conde lo ultimaron a golpes de mandarria. Al más viejo de todos, El Capitolio, justo frente a la Catedral primada, lo embalsamaron arquitectónicamente, conservando la fachada y lo convirtieron en tienda para turistas en espera de tiempos mejores. El Leonor glorioso murió y reencarnó en El Colonial, se hizo de nuevo difunto y permanece difunto: depósito de almas muertas. Un garaje igual que el Rialto.

Años más tarde, el arrogante Elite de la Pasteur murió de muerte ignominiosa. El cine de Gazcue, el cine de la burguesía trujillista donde era obligatorio asistir con saco y corbata a las tandas nocturnas, el engreído cine donde se cobraba la fortuna de setenta y cinco y cincuenta centavos de peso por platea y balcón, terminó convertido en canal de televisión. El canal 13. ¡Qué sarcasmo!

La zona colonial carga ya con un exceso de muerte, un peso muerto, literalmente, que amenaza con hundirla. Patios muertos, casas muertas, pero también casas sin vida y casas que nunca nacieron, como la clínica del doctor Pozo, en la calle Isabel la Católica. El célebre doctor Pozo invirtió sus recursos en el ideal de una clínica que nunca llegó a ser clínica. Inconclusa, la maciza edificación sirvió como residencia estudiantil, allá por los años treinta del pasado siglo, cuando la sede de la universidad estatal se encontraba en la misma calle. Al cabo de unas décadas de abandono, volvió a la vida, en el gobierno de los diez años de Balaguer, como sustituta interina del edificio de correos, y luego, de nuevo, dejada fue al abandono.

El horrible palacete de los Vicini, en la 19 de Marzo, tampoco llegó a nacer. Nunca o casi nunca ha estado habitado, hasta una época reciente

Por esos mismo alrededores, en la 19 de Marzo a esquina Padre Billini, hay otro horror de casas sin vida, deshabitadas, con espacios inmensos reducidos a viles almacenes. Casas sin vida son los espacios cedidos a embajadas como la Argentina, Italia, así como a instituciones y fundaciones ociosas, que de año en año realizan alguna actividad.

Para peor, mucho peor, la Casa de Francia, la institución más viva de la zona, amenazó con morirse y se murió. Se murió y dejó sumida en la muerte y la oscuridad a la calle Las Damas, calle apagada y sin vida, en la cual se sembraron árboles que sólo servían de estorbo a la imponente arquitectura colonial.

Peor que peor: En el largo, costoso, interminable proceso de remodelación de la zona, muchas cosas se han perdido, y otras, por desgracia, se conservan. Triste fue el episodio de la remodelación de La Fuerza, la fortaleza del Ozama. “Rescatando” la muralla original que corre frente a Las Damas, el inefable arquitecto restaurador derribó la parte superior, hasta dejarla convertida en la patética muralla almenada decreciente que hoy se aprecia. Sin saberlo, o sin importarle, el arquitecto derribó doscientos años de historia, derribó parte integral de la última obra construida, junto con la puerta actual, por los españoles en Santo Domingo, a fines del siglo XVIII. Derribó el arquitecto un trozo de muralla que había sido erigido precisamente en función de la nueva puerta y del nuevo ambiente. Derribó, en fin, la armonía, el sentido de las proporciones, hasta dejar el lugar convertido en lo que es hoy: meadero de gatos, paisaje prostibulario. Un poco como el que recoge José Mármol en su poema "Apología de la aguja".

En el colmo de los agravios, a la vez que de un lado se liquidan un trozo de muralla y un ambiente valiosos, del otro se preservan la ignominia, la fealdad ciclópea, trujillista, de los muros que atenazan el perímetro suroeste de La Fuerza. No sugiero, sin embargo, que sea demolido, porque también los monumentos de oprobio tienen valor histórico. De hecho, lo correcto sería la eliminación de algunos lienzos de la fachada ominosa. Los que ocultan, entre otras cosas, las obras de defensa de la batería baja de la fortaleza y su entorno.