«Nosotros, compañeros Cucarachas solo podemos vanagloriarnos, eso es, tener vana gloria de haber huido durante millones de años. Durante todo ese enorme tiempo solo hemos hecho bien una cosa: huir. Nunca se ha dicho que hubo una batalla campal ni una guerra ni siquiera una guerrilla. Me avergonzaba comiendo la historia y tragando las proezas de los héroes. Entre los Cucarachas jamás se necesitó un poeta. En todas las épocas y en todas partes nos han maldecido y perseguido por vagos y ladrones no solo porque despedimos ese olor que ahora este energúmeno de Simeón plantea que no exista, sugiere que nos quitemos lo único que nos distingue y personaliza, lo que nos hace cucarachas y no hormigas, ese agradable, ese aroma hermoso que describió con altura lírica en el único momento feliz de su perorata y lo reconocemos porque el revolucionario elogia lo valedero del enemigo aunque no baste este reconocimiento para respetarlo.
Él quiere que desaparezca la rúbrica de nuestro ser como dijo con gracia. Eso quiere la canalla reaccionaria y por esa mala causa nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, aplaudieron con tanto calor y clamaron cordura. Carajo, cordura se precisa para hacer lo conveniente, lo justo, no lo peor. Ha llegado, señores, la hora del cambio. Yo no le hablo a esa claque conservadora que ha sido cómplice de crímenes y robos. No. Yo hablo únicamente a los Cucarachas realmente dignos. A los que no temen al trabajo y la lucha. Hablo a los que deseen emancipar nuestra raza y levantar nuestros nombres y así borrar siglos de oprobio y cobardía. Hablo, compañeros Cucarachas a los que deseen y necesiten la Revolución Utilitaria.»
El silencio era tan denso como la noche en torno a la casa. Ni los grillos frotaban sus élitros en la lejanía. Únicamente el hilar de las arañas se oía en la cocina. El discurso no acababa de ser totalmente asimilado, las emociones y pasiones desatadas en la multitud eran muchas. Elías con su irreverencia despertaba odios callados y temores ciertos. Los jóvenes se veían ansiosos. Él permanecía erguido sobre el tapón de la botella de vinagre como sobre un rascacielo de cristal mientras Simeón trataba de escurrirse en vano por entre los viejos patriarcas que lo abandonaban.
La duda estaba sembrada en lo más hondo. A nadie le gustaba la idea de quedarse sin el magnífico olor deleitador. Como una descarga eléctrica se oyó una gritería atronadora y se vio a jóvenes Cucarachas radicales que con voces vigorosas y potentes coreaban revolución, libertad, revolución, libertad, como habían oído a los hombres hacer cuando mataban a sus tiranos particulares y embriagados de la pasión partidista y sin que nadie pudiera evitarlo, avanzaron sobre Simón Cucaracha y con toda su venerabilidad lo descuartizaron.
Elías había descendido de la botella como quien baja del monte sagrado. Se diría que traía las tablas de la ley. Era el nuevo jefe ungido por el pueblo. Apartó a los rebeldes, hizo a un lado a los curiosos y frente al cadáver de su enemigo exclamó:
«Simeón Cucaracha, perdona la vehemencia revolucionaria. Alguna vez fuiste rebelde ¿que joven no lo es? tu lengua te perdió. De nuevo la lengua ha castigado al cuerpo. Estamos compañeros ante un hecho consumado. El vibrante orador, el brillante hombre de estado que fue Simeón ya es solo un despojo sombrío. Que los dioses tutelares de nuestra raza lo acojan con beneplácito y le den la juventud perenne y le permitan, como premio y castigo a la vez, deleitarse en el paraíso de los Cucarachas con el aroma de las jóvenes hembras las noches de verano y su espíritu dance gozoso en el viento del estío por los siglos de los siglos.»
«Revolución, libertad, revolución, libertad, gritaban los Cucarachas.»
Y olvidando en un rincón el cadáver de Simeón, tomaron a Elías y enarbolándolo como bandera lo pasearon en triunfo.
En ese momento de gloria se hizo luz en la cocina.
Hubo una desbandada general. Huyeron enterrando cuerpos, cabezas, patas y antenas detrás de vasos, platos, ollas, estufas y cuanto resquicio encontraron. Solo Elías siempre hermoso como el dios rebelde de los Cucarachas permaneció en el mismo lugar donde lo habían arrojado sus parciales al producirse la estampida. Había caído firme sobre sus patas, por eso, cuando el ser humano, una mujer, lo persiguió, esquivó el golpe y se mantuvo desafiante con las antenas en alto sin huir ni retroceder. Ella lo miró asqueada. Sintió miedo y retrocediendo impresionada apagó de un golpe la luz.
Elías Cucaracha, al arriesgar su vida, al resistir sin temor la amenaza del enemigo más cruel y poderoso, pasó, inmediatamente, de líder político a héroe legendario y desde ese momento no hubo oposición.
«Revolución, libertad, revolución, libertad, gritaban los Cucarachas.»
Embriagados del triunfo y temerosos de que ese momento de fervor pasase y llegara el pesimismo, apenas tuvieron tiempo Elías y sus ayudantes de organizar la partida. Como los cucarachas no guardan cosas, pronto estuvieron listos para partir.
Multitudes de cucarachas solidarizados emergieron de armarios, cajetas y zafacones y tomando como lábaro un papel roto de chocolatines color tierra que iba a ser su consigna, desafiantes y orgullos iniciaron la marcha encabezados por Elías.
Se proponía revolución, y se contestaba, utilitaria.
Y así rítmicamente, revolución, utilitaria, revolución, utilitaria, gritaban los Cucarachas.
En imponente orden y en fila india marchaban cantando, sumándoseles, al pasar los demás blátidos del mundo alertados por las fanfarrias y los himnos de triunfo, rumbo a la tierra de promisión.
El éxodo duró varias semanas. Hubo motines, rebeliones y protestas. Fueron perseguidos por aves, felinos y hombres. Perdieron muchas vidas. Los más viejos no soportaron, y al igual que a otros les llegó la hora. Solo las preñadas y los recién nacidos, los ancianos y los infantes fueron ayudados por todos. Encontraron muchos obstáculos. Cañadas desbordadas. Ríos crecidos por la lluvia. Los quemó el sol. Luego de mil y mil penalidades arribaron a su tierra. Lo llamaron País de Elías.
Desde ese momento fueron libres y soberanos pero pobres. Muy pobres. Padecieron hambre. Plantaron la tierra y esperaron las cosechas. Comieron frutas y vivieron con dignidad por primera vez en su historia.
Empero, añoraban el pasado. Los viejos contaban del paraíso doméstico donde manaba comida de ollas y cazuelas, de los roperos de los niños abundantes en grasas y dulces, de los interminables tesoros que había en las basuras, todo sin tener que trabajar. Durmiendo el santo día y disfrutando la ancha noche.
Elías sentía esos rumores en sus finas antenas pero ya estaba envejeciendo. De sus 365 había vivido 300 días de grandes luchas y afanes. Era casi un anciano valetudinario como Simeón la noche memorable de la independencia.