El periodismo sufre una transformación desde el momento mismo en que intereses económicos ajenos a ella se interesaron por la propiedad de los medios. El fenómeno resultó en una mejoría técnica de periódicos y estaciones de televisión y en una importante ampliación de oportunidades para los profesionales del área. Pero las noticias dejaron de ser el insumo principal para darle paso a otro componente que cada día aumenta su poder de influencia en los contenidos de los medios. Me refiero al nacimiento de una dependencia tan letal para su esencia básica como cualquier otra distinta a su objetivo esencial de preservar la noticia y la opinión editorial como las funciones principales de un medio de comunicación.
Se trata, por supuesto, de la creciente influencia de un nuevo oligopolio, cuyos miembros son dueños también de las agencias de colocación y de mediciones de ratings. Grupos en capacidad de influir en la colocación de titulares y despliegues informativos por encima de las opiniones de los editores, que han visto cómo un encarte promocional de un producto de consumo reemplaza las portadas de sus diarios. Editores sin poder para evitar que ese alarde publicitario forme parte de la oferta informativa, pues muchas veces solo ocupa las dos primera páginas, lo que usualmente implica la inutilización de las dos últimas, en el caso de un periódico de un solo cuerpo, y las dos finales del primero en los diarios de formato estándar, ya que los lectores suelen desprenderlo y echarlas al cesto de la basura, lo que ocurre igual cuando ocupan esas cuatro páginas.
Al final, lo cual me parece fascinante, la inversión promocional queda fuera del periódico, por lo que resulta difícil entender el valor de esa estrategia promocional. Así los lectores se topan primero con la foto de un detergente que con un gran anuncio del gobierno o de una nueva ley capaz de afectar la vida de la nación entera.