Si Blaise Pascal hubiese vivido la era digital y hubiese observado en ella aquellos que se dedican a vivir para ellas gran parte de sus tiempos, seguro hubiese prolongado con las redes sociales sus célebres pensamientos antropológicos sobre los usos y funciones de la diversión para el género humano. Dentro de sus múltiples producciones, Pascal estableció una clasificación del manejo de conocimiento según dos estados extremos de tenencia del mismo: la ignorancia natural del ser humano, que suele ser la marca de inicio de nuestras existencias; y la de las “grandes almas” que llegando con laboriosidad a conocer lo que saben, saben que no saben mucho de lo que se puede saber, y se construyen como gran lección una sabia ignorancia. En el medio de esos dos estados, argumentaba Pascal, estaría la ignorancia que no se sabe como tal y que, por el contrario, milita como sabiduría. A estos últimos, el filósofo los llamaba los demi-habiles, definiéndolos como esos que erigen conocimientos, y que por sus limitaciones ignoradas, se asumen como sabios y enarbolando como conclusiones definitivas y verdaderas lo que suelen no ser más que ideas parciales, equivocadas o poco precisas. Durante todo el siglo XX, el siglo del apogeo de la figura del intelectual (ese que interviene en el debate público con ascendencia e incidencia), la velocidad con la que se comenzó a vivir el “en vivo”, el “en directo” de la actualidad, sobre todo a partir de la sociedad del consumo y de la información, fue estableciendo la participación requerida de los intelectuales como especie de “expertos” que venían hablar ante el público general sobre los saberes a los que dedicaban sus vidas.
Fue sobre todo durante la primera mitad del siglo pasado, y un poco más, cuando los productores del tipo de conocimiento riguroso en las diversas fórmulas (artística, científica, experiencial, etc.) dedicaron verdaderos y loables esfuerzos de divulgación popular de sus saberes específicos ante audiencias generales. Sin embargo, dada la importancia del mercado de las ideas expuesto en las sociedades llamadas abiertas, la oferta informativa vinculada al poder, prefirió tomar control de lo que se hablaba, a partir del control de quiénes hablaban como “expertos”. Fue así cómo la llamada “opinión pública” (expresión de eufemismo de la verdad de los dominantes) comenzó a ser manejada por supuestos expertos para hablaban siempre y de todo, no importa si sabía o no del tema. Lo crucial no era la veracidad de lo que se decía, sino que la gente, el público, creyera lo que se decía, a partir de quién lo decía. Así, en la mira del poder, éstos “expertos” de planta, especie de servicios generales de las ideas, se ponían a las órdenes de las ideas del orden, con el fin de mejor legitimarlo. Desde entonces, la participación de los demi-habile en el espacio público no es solo cada vez mayor, sino que es cada vez más decisiva en la suerte de la cosa pública de las sociedades contemporáneas. La era digital no es ajena a esa tradición y ha cultivado su propia versión de los demi-habile de hoy: los twitterectuales.
1/ Twitter y sus públicos
A partir de las prácticas sociales que nos llevan a realizar Facebook, Instagram o Twitter, para sólo tomar tres de las más utilizadas, un conjunto de ideales tipos de usuarios y comportamientos pueden establecerse entre sus participantes. Quiénes usan cuáles, y por qué, cabe preguntarnos. A vuelo de pájaro, una primera respuesta sería que las redes sociales establecen puentes comunicantes con sus usuarios de acuerdo a los recursos de los cuales dispone para su uso. En otras palabras, la red escogería a sus públicos de acuerdo al grado de connnivencia entre la oferta dispuesta por la redy las propiedades sociales del usuario. Así, Instagram, por la economía de recursos limitados que ofrece, incitaría a una dinámica de interacción mínima, donde todo se reduciría a una sociabilidad puntual, con facilidades para el intercambio de entrar y salir sin mucho detenerse en un punto fijo, acción muy propia de los jóvenes en procura de entretenimiento visual, por ejemplo. Facebook, a su vez, por la multiplicidad de posibilidades de interacción que provee, atraería a públicos de mayor edad, habituados a flujos constantes y más intensos de comunicación, como el intercambio de afectos, por ejemplo, en lugar de las meras impresiones que Instagram fomenta. Twitter, por su parte, también tiene sus particularidades. Al enfatizar lo escrito por encima de lo visual, y siendo la red privilegiada para las informaciones institucionales u oficiales, las formas del medio depuran su público. De un lado, excluye de facto a aquellos que tienen las redes sociales como ruta de salida a sus cotidianos, como les sirve Instagram o Facebook a las clases trabajadoras -humildes y media respectivamente- (así como jóven y menos jóven correspondientemente); y por otro lado, integra aquellos que pertenecientes a las clases privilegiadas se sirven de twitter como ruta de entrada a sus cotidianos. Dicho de otra manera, mientras Instagram o Facebook sirve de entretenimiento para las clases trabajadoras, las clases ociosas entra en el Twitter como un lugar de trabajo al que se va todos los días a ejercer una función. Es así que debido a sus requerimientos de participación, Twitter ha pasado a ser el lugar virtual de la élite del planeta, practicantes de una cultura escrita de doinación que no comunica, sino que ordena y sobre todo gobierna, por eso lo de su función laboral para las clases dirigentes.
Lugar de pugnas y purgas, Twitter es un ring de la intrascendencia y un patíbulo de la disidencia. En Twitter vemos muchos ejercicios, pero todos giran alrededor del prestigio del que habla, no tanto de lo que se habla. Es la búsqueda de ese prestigio como práctica cultural que nos lleva a detenernos en sus mayores exponentes: los twitterectuales, esos usuarios que llaman influencers que arrastran capital de otro campo o lo construyen en Twitter mismo para procurarse a través de sus interacciones, un prestigio “intelectual” de nuevo milenio.
2/ Twitter Country Club
Como todo espacio, participar en twitter tiene una división del trabajo de consagración de sus actores. Existen los que solo retuitean o marcan los tuiter que favorecen, esos suelen quedar relegados al rol de mero espectadores, con poca o nula interacción protagónica. Es la clase subalterna del Twitter. Existen los que retuitean, marcan tuits y comentan a veces otros tuits, esos se encuentran en la periferia, pero buscan entrar al Twitter Country Club, ese lugar de intercambio interesado pero disimulado en el cual la sola participación genera capital social (el grado de reconocimiento que te otorgan otros). Ese capital social depende del prestigio que distribuyen quienes se encuentran en el centro del espacio, quienes a su vez son retribuidos por los periféricos, estableciéndose un comercio de flujo de redistribución de reconocimientos entre los participantes en el intercambio. Ahora, quiénes son esos que en el epicentro de la acción tuitera, son los tuiterectuales.
En tuiter se manejan las ideas como si fueran pasolas: aceleres esporádicos con frases cohetes, y en las curvas epistemológicas no se frena. Para eso, se necesitan ciertas destrezas. Si cada espacio de intercambio social tiene sus reglas de actuación propias, las de la twitósfera dominicana son las del capital de poder que posea el tuitero por un lado, y la métrica moral de la actualidad que contengan sus tuits. La primera, la más importante, se define por el grado de cercanía con el poder instituido (económico o político) que tenga el tuitero, o la dotación de capital simbólico específico que posea un determinado tuitero (un artista o presentador de tv, por ejemplo). Los cercanos al poder instituido son los que gozan de más estabilidad, porque el poder les sirve de garante, de resorte para cualquier choque o pifia en los que puedan incurrir. La segunda característica tiene que ver con la afinidad que contengan los tuits con eso que Foucault llamó lo verdadero de cada época: ese conjunto de proposiciones que en un determinado momento aparecen como referenciales, es decir con la función de decir y decidir la verdad temporal de un lugar de convivencia. El moralismo de la época es la base. No es la moral del que va cayendo, sino la moral del que va subiendo. Los twitterectuales no comen mango bajitos, solo invierten tuits en los temas donde el retorno de ganancias simbólicas esté plenamente garantizado.
Entre los twitterctuales existe una atracción fuerte por ese discreto encanto por las combinaciones de apariencias contradictorias: ese derechista que habla en clave progresista: ese letrado que toca temas populares; ese ortodoxo que guiña un ojo a una herejía; todas y cada una parten del orden, visitan alguna disidencia y vuelven con ella ya convencida e incorporada a la maquinaria dominante. Pero en todo caso, no es la moral de abajo ni la del que está por nacer, la twiterectualidad es la moral del burócrata jóven del orden, de ese que apuesta a los cambios culturales para favorecer su apropiación de la cultura (así como mayo del 68), pero no en los cambios sociales que desestruturarían el orden que lo llevó a ser lo que es.
Los twiterectuales son un regimiento del poder conservador y del neoconservadurismo intelectual. Los twitterectuales son los doxósofos de los que hablaba Platón, son los Bernard Henri-Levi o Sollers de hoy, expertos en opinar. Como aquel Tancredi Falconeri, ese personaje en Il Gattopardo, por vía del cual Lampedusa describe el ideal típico de esos beneficiarios del orden sucesoral político, legatarios de la tradición que hacen que en cada época ocurra la dulce pasación entre generaciones, en la que el poder nada arriesga ni atemoriza ni compromete el orden silencioso dominante.