He escrito varios artículos sobre el salmantino Cristóbal de Santa Clara, quien fue el primer corrupto juzgado en la isla de Santo Domingo, y quien encarna, además, el primer gran símbolo de la impunidad. También es el primer corrupto datado que recogen las crónicas con un dejo de aspavientos y de admiración. El padre Las Casas lo define como “un joven de buen carácter, medio poeta, dicharachero y gracioso, que llegó a la isla acompañando al mismo Ovando en el año 1502”. Era tan joven, entonces, que nadie pensó en la posibilidad de que escalara un cargo de tanta importancia en la administración del aparato colonial, pero el tipo tenía sus encantos de los cuales el gobernador Ovando quedó prendado, y a la muerte del tesorero Villacorta, Ovando lo nombró de forma provisional. El padre Las Casas detalla el tipo de vida que llevaba el tesorero, cuyas fiestas continuas y estruendosas, sus comidas opíparas, la arboladura de sus sedas, y el toque mayestático de su apostura, comenzaron a ser la comidilla de la apacible vida del solar colonial.
Eso que ahora los sociólogos llaman “poder de mostración social”, y que es el cencerro que los corruptos de todos los tiempos arrastran, terminó hundiendo al tesorero Cristóbal de Santa Clara. De esta manera se consagró como el primer corrupto documentado de la isla, pero, como la corrupción nació hermanada a la impunidad, Cristóbal de Santa Clara siguió siendo un personaje importante. Y volverlo a evocar ahora es más que una necesidad, puesto que su herencia ha germinado con extraordinarios bríos en la malhadada historia de nuestro país. El renombrado Miguel de Pasamontes vendió en subasta pública todos los bienes de Cristóbal de Santa Clara, después del juicio de residencia, pero su amistad con el gobernador Ovando lo resguardó, hasta el punto de que muchos de los bienes del condenado fueron recuperados a través de intermediarios que hacían propuestas en la puja de la venta pública de sus propiedades. En el libro de Esteban Mira Caballos “Nicolás de Ovando y los orígenes del sistema colonial” hay una exhaustiva documentación de este personaje, al cual, como van las cosas, terminaremos venerándole con una estatua medio a medio del parque Colón.
Lo que queda claro es que son los paradigmas de la impunidad los que han legitimado perversamente el uso despótico del poder. Desde Nicolás de Ovando, los Cristóbal de Santa Clara se han estado burlando de nosotros, porque a pesar del reciclaje de los tiempos la ideología es la misma. ¿Podría Cristóbal de Santa Clara acumular tantos bienes sin la anuencia de Ovando? ¿Cómo cobrar un soborno tan complejo como el de los Tucano, sin los recursos del poder? ¿Cómo tejer el sobreprecio de los Tucano sin apelar a una componenda multisectorial? ¿Legitimar el sobreprecio de las Plantas a carbón, puede ser una tarea aislada? ¿El “sistema de corrupción OISOE” puede funcionar sin sus engranajes ministeriales? ¿Los robos en INAPA no responden al amplio espacio de permisividad que en la práctica ha erigido el gobierno? ¿Díaz Rúa, Félix Bautista, y tantos otros; no se diluyen en la bruma del olvido merced a la organización del “sistema”? ¿No es históricamente verificable el axioma de que obtener el poder político es sinónimo de enriquecimiento? ¿Cuántos Cristóbal de Santa Clara hay en el gobierno, conscientes de que nada les ocurrirá si se roban el dinero público?
Tanto Cristóbal de Santa Clara, como el caso de los Tucano, y la corrupción generalizada actual, prueban que son las élites políticas las que instrumentalizan a su conveniencia el pesado fardo de la impunidad, y propician que la corrupción aparezca como algo natural. Pero la corrupción es histórica, no genética; y es por eso que el nivel de corrupción a que hemos llegado en el país arranca desde Cristóbal de Santa Clara hasta los Tucano; desde Ovando hasta Danilo Medina. Y que derrotarla es igual a desterrar la impunidad y el cinismo.