Después que Danilo Trujillo y secuaces le arrebataron las tierras con todo y cafetales a Marcí, en lo más alto del Baoruco, en Villa Aida, y éste tuvo que bajar al valle de Pedernales para comenzar nueva vida, le dieron como “tranquilizante” efímero la presidencia del recién instalado Partido Dominicano (PD).

El sátrapa (1930-1961) ya había agotado dos de sus tres décadas de oprobio y noticias falsas que ahora son puros mitos aprovechados por oportunistas. https://acento.com.do/2018/opinion/8556072-los-mitos-trujillo/.

Ni se imaginaba este guardia retirado en 1929 que su parcela estaba en la mira de los represores. A aquella zona fría, más allá de Los Arroyos, a unos treinta kilómetros del municipio, se llegaba solo en mulos por caminos pedregosos y estrechos. Y si el brazo de la tiranía había llegado hasta allá  –pensaba él–, no quedaba más salida que enfilar hacia el pueblo y olvidarse del regreso. Así fue. 

En el sitio al que había sido llevado por primera vez como colono, en 1927, Marcí  emprendió múltiples negocios: desde comprar una máquina para procesar las pitas y sacar cabuya, hasta comprar un camión volteo para transporte de materiales de construcción, y una camioneta para viajar a Barahona a comprar víveres y vegetales, y suplir a la minera estadounidense Alcoa Exploration Company. Hasta síndico del municipio Pedernales fue a inicios de los sesenta, con 27 calles construidas entre sus logros.

El cáncer de la represión no se concentraba en Villa Aida; alcanzaba todos los tejidos de esta comunidad de la frontera suroeste con Haití. Y, aunque Marcí se libró de él con su traslado al valle, otros no.

¡SÍ, HOMBRE, SÍ!

El mayor Almánzar, del Ejército, era un azote allí, y el agricultor Juan Pérez hijo (Curú) fue una de sus víctimas.

Era un perfecto abusador. Paladín de la simulación, la extorsión y el chantaje, administrador de La Bodega del Gobierno (Sánchez con Duarte) y uno de los artífices de los desalojos de los parceleros de las colonias agrícolas, como la familia Irena-Juancito, tronco de Curú, y de ahorcamientos de propietarios de potreros cercanos a la playa del pueblo que rechazaban sus propuestas de “compra”, como el abuelo de Danny Pipín y Nena Porfirio. 

Curú desmontaba poco a poco sus tierras, como se lo permitían sus fuerzas y el tiempo, pues carecía de dinero para pagar jornaleros. Y con los palos de bayahonda hacía hornos para producir el carbón de consumo familiar. Profundamente metódico hasta en el conuco, provocaba envidia en Almánzar, quien ya antes había agredido a su familia en la loma.

Cuando el carbón estaba listo y empacado en sacos grandes, “con moñas” (rebozados), el agricultor lo llevaba a casa a lomo de mulo. Y pasaba justo frente a la casa para militares donde residía el perfecto abusador de la era, en la Libertad con Jenaro Pérez Rocha.

Un día, el oficial lo interceptó y, arrogante, le increpó: “¿Y ese carbón? ¿De venta?”

Curú le respondió: –“No es de venta, es para consumo de mi casa”.

El militar reaccionó irónico con su acostumbrada frase: –“Sí, hombre, sí”. Y a seguidas, inflado de poder, le advirtió: –“Yo necesito ese carbón, se lo compro”.

Curú, visiblemente incómodo, le ripostó: –“Ese carbón no es para la venta. Si usted necesita un saco, yo se lo regalo”. Y siguió camino a su casa.

Eso bastó para que mandara una patrulla a buscarlo preso. Curú se atrincheró en la casa y desafió a los guardias. Los vecinos, entre ellos, Chechén, Bao y Caonabo, y su pareja Zora, le persuadieron a que accediera. Cuando salió, los guardias se lo llevaron con el saco de carbón sobre la cabeza, a pie, hasta la fortaleza, distante kilómetro y medio.

Un día, Almánzar huyó de Pedernales y –dicen–  dejó los bienes usurpados a Chichí  Madera, a quien, antes, había llevado para que “le bañara los perros”. En aquella vivienda, situada en la Mella, frente al Club Socio Cultural, vivió Chichí hasta que, muchos años después, se marchó junto a su familia. Tras el triunfo de Juan Bosch, el 20 de diciembre de 1962, Curú fue designado Oficial del Estado Civil, función que ejerció con transparencia durante 34 años, sin abandonar su conuco de Los Olivares.          

BRETÓN EN DESGRACIA

Aquilino Collado y Bienvenida Trujillo vivían en una casona de madera de la 27 de Febrero con Jenaro Pérez Rocha. Nadie sabe el porqué del traslado de tales escorias hacia Pedernales. Collado era un criminal frío, responsable de varias desapariciones, como la de Adelo Heredia. Y representaba el poder omnímodo en la comarca.

En 1952 designaron a Rubén Bretón en la presidencia del Partido Dominicano en Pedernales. “Un trujillista ciego, inocente”, para su hijo Tony. Pero, comoquiera, su final fue triste. Lo sometieron a la más cruel exclusión desde el mismo día en que mataron a las hermanas Patria, Minerva y Teresa Mirabal, el 30 de noviembre de 1960.

Había llegado a Pedernales en 1942 a bordo de una goleta de la Marina de Guerra (Armada Dominicana) que cargaba provisiones para montar una pulpería que vendería al Ejército. Y allí hizo de pulpero, aunque era un tipo aventajado, febril lector que, en tercero de la primaria, ya había leído a Goethe, Alejandro Dumas, Dante Alighieri y saboreaba la enciclopedia El Tesoro de la Juventud.

Cuando los esbirros del generalísimo Trujillo, en una carretera del Cibao, interceptaron el jeep donde viajaban las hermanas Mirabal, las asesinaron junto a quien ese día se brindó para servirles de  conductor, Rufino de la Cruz, y simularon un accidente, Bretón exclamó:

“Eso no fue ningún accidente; a mis primas las mataron”.

Bastaron esas palabras brotadas de la impotencia para que lo declararan “comunista” o calié. Es decir, enemigo del régimen.

Las víctimas eran sobrinas de su hermana Chela Reyes, hermana de Mercedes Reyes de Mirabal (Chea), abuela de las muchachas, pero ni “arientes ni parientes” de él, aunque todos pensaban en que sí era su tío. Había nacido en San José de Conuco, comunidad vecina de Ojo de Agua, Salcedo, de donde eran oriundas Las Mirabal.

El terror le seguía a cada paso. Sin empleo, sin ningún ingreso para sobrevivir, nadie se le podía acercar. Ni siquiera en su casa.

Su hijo Tony Bretón narra, con nostalgia, que solo Curú y Beján corrían el riesgo. En las noches, discretamente, Beján le dejaba sacos repletos de plátanos y guineos. Y Curú encargó a su esposa Zora para que le “vendiera” la “compaña” de las comidas.

“Recuerdo que me daban diez cheles y una vasija, y yo iba a donde doña Zora, y ella me la llenaba de picado, mondongo o de carne salada, o de otras cosas que se usaban para acompañar la comida, y no me cobraba… Sin ese apoyo, hubiéramos muerto de hambre porque mamá era modista y nadie se atrevía a acercarse para encargarle un vestido”.

No olvida la pesadilla de la tiranía:

“Papá siempre nos dijo que debíamos ser agradecidos con los hijos de Beján y Curú. Un infierno de sufrimiento durante diez meses, de aislamiento total, pero comiendo, gracias a ellos. Mis hermanos no se dieron cuenta de la situación. Solo Melín y yo lo supimos”.

Rubén Bretón y Mireya Fernández procrearon una prole de diez. El quinto, nacido en 1954, murió después del parto a causa colerín. El amargo de retama de los Trujillo persiste en sus gargantas.