Hay tres pecados capitales del poder político en nuestro país, y constituyen la raíz de todos nuestros males.

El primer pecado es el mesianismo, y aparece desde que alguien llega a un puesto importante, no solo presidente de la República, sino junta de vecinos, ONG, sindicato, asociación profesional, y, por supuesto, un puesto público con un buen salario. Ser presidente, general, diputado, o ministro, es como llegar a una casta especial, dejar de ser parte del mundo de los mortales, y entrar en la nobleza, con poderes mágicos, y necesidad de privilegios. Familiares y amistades del nuevo ‘príncipe’ le van a secretear: ‘no puedes seguir en esa casita, ni seguir con ese carrito viejo, y ni siquiera puedes seguir con la misma mujer, pues ya perteneces a la nobleza’. Esto conduce a un salario por encima de la escala de salarios de la institución, y acólitos para hacerle cosas que él mismo puede hacer, y, por supuesto, no bajar jamás de ese puesto, pues implica volver al mundo de los mortales. Si se quiere entender a nuestros presidentes y a nuestros diputados, revíselos, y verá que no se sienten personas comunes, sino dotadas de una dignidad especial, y negados totalmente al relevo.

El segundo pecado, especialmente bajo la actual administración, es el comesolismo. Aquello de ‘servir al partido para servir al país’ se sustituyó por ‘servirme con la cuchara grande’, no solo a mi, sino a mi familia y mis amistades cercanas, y por eso ser diputado significa que todos en la familia tienen empleo, y un ministro nombra la mujer del otro ministro, y se benefician hijos y nietos, los cuñados y las queridas, en esa repartición voraz de los puestos públicos, de las becas en el extranjero, y de licencias especiales con disfrute de sueldo, mientras jóvenes meritorios se esfuerzan por una carrera, o por una maestría, pero que les sirve de poco, pues cuando se produce la vacante le exigen una carta de recomendación de algún diputado o general o ministro.

El tercer pecado, también de manera especial en la presente administración, es la grosera impunidad que disfruta la gente del poder. Uno recuerda a aquel Presidente que opinó que a un ex presidente no se le podía someter a juicio; o a aquel presidente de la Suprema Corte que admitió que el caso de la Sund Land no tuvo ganancia de causa por la presión política; o aquel funcionario a quien se le hace un expediente bien sustentado, pero cuando llega a nuestro sistema de injusticia, se absuelve, se declara ‘no ha lugar’, o se afirma que ‘ese delito no está tipificado en nuestra legislación’, o, el caso de la Odebretch: confesado por la empresa multinacional y admitido por los funcionarios públicos, pero sin que nadie vaya a caer preso.

Estos son los pecados: mesianismo, comesolismo, e impunidad, y el cambio es un presidente que cumpla la ley (ejemplo); que se establezca la meritocracia (estímulo), y que se aplique consecuencias a los violadores (escarmiento).

Con estas tres pautas: ejemplo, estímulo y escarmiento, se establece el orden, el país despega, y se inaugura la democracia en nuestra vida republicana.