Como esos hijos a los que adoramos pero en cuyas capacidades no creemos, la lengua y su uso suele provocar dos percepciones extremas y un resultado común: La solicitud de reglas, cuanto más estrictas mejor, y el reclamo de castigos para quienes osen incumplirlas. Por eso, como los hijos infravalorados, la lengua también termina huyendo de nosotros a la primera oportunidad. Porque ellos (la lengua y los hijos) se niegan a ser pretextos para esconder nuestros miedos. Así de sencillo.
En la primera de las dos percepciones nombradas, la lengua es poco menos que el todo definidor. Hace solo días escuché decir a un amigo de cuya inteligencia resulta imposible dudar que la pertenencia de un texto a equis literatura nacional depende de la lengua en que este haya sido escrito. A estas alturas resulta difícil dudar sobre la condición de herramienta cultural que ostentan las lenguas y la evidencia de que nuestros mecanismos cognitivos son moldeados con la mediación, entre otros códigos, de la lengua que recibimos al asomarnos a este mundo donde tan amigablemente conviven esplendores y tonterías.
Pero hay un trecho muy grande entre esas convicciones y convertir la lengua en la síntesis absoluta de toda una cultura, en el filtro que valida lo que entra y lo que no en el parnaso de unas identidades que nada tienen de unitarias y monolíticas. La lengua nuestra no es un estado divino y preexistente que nos ha escogido para manifestarse. La hacen o la deshacen los seres humanos, y es en estos donde reside la cualidad de pertenecer o no (de vivir, entender, juzgar, crear, construir e incluso detestar) a una cultura determinada.
Puro humo es un libro auténticamente cubano, aun y cuando Guillermo Cabrera Infante haya escrito la versión original en inglés. Al menos tan cubano como dominicanos son los textos escritos por Julia Álvarez o Junot Díaz en inglés. Solo alguien ajeno a este mundo de construcciones simbólicas transnacionales, con millones de personas viviendo en la frontera entre varias culturas y tributando a todas sin tener que renunciar a ninguna, puede mantenerse apegado a las concepciones cerradas y exclusivistas que acompañaron el surgimiento de los estados-nación.
La segunda percepción sobre la lengua tiene también un sabor místico. Solo que en este caso el criterio se sitúa en el otro extremo, ese en el que los hablantes estamos siempre a punto de destruir el estado ideal y perfecto (aunque desvalido) que es la lengua. La pobre, tan grande, tan llena de idealidades y al mismo tiempo tan débil… parecen decirnos. Y es ahí donde los puristas se dan banquete. Es ahí donde los dictadores blanden el palo contra quienes se atrevan a separarse de lo que consideran inviolable: las infinitas reglas de la norma llamada culta.
La lengua, tal y como se muestra hoy, es un conjunto de usos culturalmente situados, una multiplicidad de registros que concretan diversas expresiones para lograr ese propósito mundano que es la comunicación. Basta respirar la realidad en que vivimos con un chin menos de prejuicios para asombrarnos de la cantidad (y vitalidad) de códigos verbales que fluyen por todas partes en medio de este aquelarre tecnológico que nos toca vivir.
Claro, alguien tiene que hacer las reglas. Pero no se puede legislar partiendo de que uno de los registros (por muy correcto que nos parezca) es superior a los demás. Del mismo modo que los académicos deberían hacer sus reglas con el oído atento al palpitar de la vida, nosotros deberíamos matar al tirano que llevamos dentro y salir a celebrar la libertad con que las personas comunes y corrientes (que al final somos todos) disfrutan su lengua como lo que es: una cultura del regocijo y el desparpajo.
Para decirlo rápido, a la necedad de la Real Academia de la Lengua, que en sus últimas normas discute si se debe escribir ex marido o exmarido, como si de ese mínimo espacio entre las palabras dependiera el destino de la humanidad, preferiré siempre el gracejo del cubano anónimo que en este momento circula por Internet unas décimas a Cervantes de las que cito un fragmento: «Cual Quijote o Sancho Panza / combatimos cada día / al gigante Ortografía, / pero nos parte la lanza… / Mas asere, hay confianza: / tu lengua no acabará, / que con tal diversidá / brilla y luce como un sol, / porque, viejo, el español, / sigue arriba, ¡qué volá!» Mejor dicho, ni Góngora.