No hay cosa más desastrosa que ignorar la realidad y tratar de alterarla por conveniencia política. Por ejemplo, durante años se ha hecho visible un esfuerzo en esa dirección, al enfocarse el tema de la inseguridad ciudadana. Me refiero a la insistencia de las autoridades de cuantos gobiernos hemos tenido de vender la ilusión de que la criminalidad ha descendido, cuando no pasa un día sin que la población sienta en carne viva los horrores de una ola delincuencial creciente.
Estos inútiles esfuerzos de persuasión por lo general tienen efectos diametralmente opuestos, pues la gente se siente ofendida y se cree ignorada. Cuando se insiste en esa práctica, los ciudadanos piensan que sus reclamos caen en el vacío y que los responsables de velar por su seguridad y sosiego actúan de espaldas a sus obligaciones oficiales o son indiferentes al malestar social. Son muchas en efectos las causas de esta ola de criminalidad. Y nada de lógico tendría atribuirlas todas a esta o cualquiera otra administración. Nuestro pasivo social es demasiado grande y creciente y la pobreza es una gran generadora de violencia.
El Gobierno ha desplegado esfuerzos para erradicar esa terrible realidad, no puede negarse. Pero el resultado no ha sido el deseado si se le juzga en función de la inversión y el balance obtenido. La política de barrio seguro está asociada desde siempre a una dosis muy alta de publicidad. Que a veces la impresión que sus propósitos son más bien de carácter político que de transformar las causas que originan el fenómeno de la criminalidad. El país ha dado muestras de su decisión de apoyar cualquier esfuerzo serio en esa dirección. Pero insistir en que la criminalidad está en descenso cuando todos los días los medios de comunicación traen reseñas de la ocurrencia de horribles asesinatos, atracos y secuestros, a cualquier hora y lugar, puede cambiar esos deseos. El pueblo no es tan tonto como se cree.