Johannes Vermeer (1632-1675) es considerado por muchos como uno de los más importantes pintores neerlandeses y del barroco en general; costumbrista, pero con un carácter muy personal en el trazado más parecido al tenebrismo de Caravaggio, Vermeer vivió durante la llamada Edad de Oro de los Países Bajos destacándose como un incomparable maestro de la utilización de la luz en el lienzo. Una de sus más grandiosas obras, “Alegoría de la pintura”, completada en 1666, nos revela el escenario de un taller en el que una joven modelo que representa a la musa Clío aparece rodeada de metafóricas imágenes pertinentes a la época: vistas de la ciudad de La Haya y su palacio real, así como un mapa que destaca las 17 provincias del territorio amenazadas por la guerra Franco-neerlandesa que anegó aquel reinado durante las décadas finales del siglo XVII.
En la mitología griega, Clío, hija de Zeus y Mnemósine, es la musa de la historia y la poesía épica quien frecuentemente se muestra junto a imágenes del tiempo y la geografía recordándonos cómo esta disciplina abarca todas las épocas y tolos los lares. Encargada de estudiar los sucesos del pasado, la historia requiere de una metodología de conformación que incluya no solo un propósito temático, sino también la reconstrucción de los hechos y su problematización a través de esquemas explicativos de carácter objetivo los cuales, quizás con quizás demasiada frecuencia, terminan resultando en interpretaciones particulares del narrador. Nunca sabremos lo que motivó al artista que nos ocupa a resaltar la importancia de la historia en el acontecer humano; quisiéramos pensar que fue su reconocimiento al innegable hecho de que para comprender el presente debe entenderse el pasado. Que estaba convencido, tal como enunció Cervantes, de que la historia es la madre de la verdad.
A partir de la segunda mitad del siglo XX la historiografía logró consolidar un robusto corpus metodológico de franco carácter multidisciplinario en el que la antropología, la sociología y la filosofía se convirtieron en instrumentos de apoyo al estudio del quehacer humano que (felizmente) arrebataron su documentación y análisis de las manos de los rígidos academicismos. El celuloide y la literatura, por otra parte, también han abrazado las temáticas históricas en su quehacer y crear; en el caso de la última lo hicieron los hexámetros de Homero, los versos de Shakespeare, el realismo de Tolstói, Jane Austen, John Steinbeck, y, por supuesto, la mágica prosa nerudiana.
José Alcántara Almánzar (1946), destacado escritor dominicano que con demostrada pericia ha navegado entre la narrativa, el ensayo y la crítica, también se ha valido de la sociología para explorar asuntos de naturaleza histórica en títulos como “Narrativa y sociedad en Hispanoamérica” (1984), “Panorama sociocultural de la República Dominicana” (1966), “Huella y memoria” (2003), y, recientemente, en la singular obra “Reflejos del siglo veinte dominicano”. Singular por tratarse de una publicación de no tan fácil clasificación: ni tomo formal, ni tratado sociológico. Sus 312 páginas son más bien la narración de una sucesión de hechos y eventos a través del ojo de un intelectual crítico, respetado y comprometido con el rigor del devenir de nuestra nación quien desde el primer párrafo advierte que ella no pretende ser ni es un libro de historia.
Los apuntes que el autor ha ordenado libremente en “Reflejos del siglo veinte dominicano” revisan incidentes y accidentes de la economía, la política, la sociedad y la cultura a lo largo de nuestros últimos cien años de existencia como Estado. Fiel a la afirmación de Albert Camus de que “los escritores no pueden ignorar los tiempos que viven, pero tienen también que mantener, o recobrar, cierta distancia si quieren permanecer fieles a sí mismos…”, Alcántara Almánzar teje en este fajo una entretenida y elaborada madeja entre los hechos nacionales sucedidos desde aquella casi mítica Exposición Universal de Paris del año 1900, hasta los acontecimientos finiseculares que conllevaron a la presidencia del ingeniero Hipólito Mejía en 2000, todo ello a la par de las grandes epopeyas vividas por Occidente a través del mismo periodo en lo que equivaldría a ser una visión globalizada de la media isla o quizás un ejercicio insular de la globalización.
En esta síntesis de la trayectoria sociopolítica dominicana se narran “…las palpitaciones de una sociedad que ha padecido en carne propia la irreductible anarquía del caciquismo local, díscolos caudillismos, una ocupación norteamericana de ocho años, una larga y cruenta dictadura que (…) degradó la conciencia nacional a niveles impensables mediante prácticas ideológicas execrables, un fugaz experimento democrático, un golpe de estado, una insurrección armada (…), para concluir con una sucesión de administraciones que oscilaron entre la dictadura constitucional y la democracia nominal, a través de una serie de gobiernos formalmente distintos pero similares en términos ideológicos, que llevaron el populismo y el clientelismo político a su máxima expresión, con todos sus funestos resultados”, acota Alcántara Almánzar.
Tal como hemos aludido, en esta crónica, recién presentada en la Feria del Libro de Madrid, observamos el fructífero dialogo acontecido entre la sociología, la historia y la semblanza que llevan de mano al lector en una suerte de viaje contado por la pluma y la pupila de quien a todas luces atesora un país que en ocasiones parecería estar herido de muerte mas logra sobrevivir al punto de parir las múltiples expresiones artísticas e intelectuales que tan detalladamente plasma el autor en sus páginas.
Un desconocedor o el joven curioso que se aventure a interesarse en el contenido de “Reflejos del siglo veinte dominicano” encontrará en sus capítulos una exhaustiva lista de los acuciantes y pertinentes asuntos de nuestra vida como nación: su transformación de sociedad eminentemente rural a una de carácter urbano; la presencia de los inmigrantes españoles y más recientemente haitianos; la emigración sostenida de mano de obra joven y de profesionales que en busca de mejor vida dejan atrás sus orígenes; la larga historia del acontecer político gubernamental antes, durante y después del régimen trujillista; la globalización y su impacto en la superestructura social y familiar dominicana; el arribo de la profunda crisis ética que impregna todos los sectores de la vida dominicana; el espectro de la pobreza y marginalización de grandes segmentos de la población contrastado con el sostenido crecimiento económico y turístico de que hemos sido testigos, y un extendido etcétera.
En las páginas finales de este libro, Alcántara Almánzar resume lo que a nuestro juicio representa el propósito más útil del conocimiento de la historia previamente aludido, la cervantina búsqueda de la verdad del presente a través de la comprensión del pasado: “Los problemas señalados ―y muchos otros que ni siquiera he enunciado en este ensayo― encuentran lógica explicación en ese pasado reciente o distante donde no cesamos de bucear, tratando de hallar nuevos caminos, de entender y entendernos, con la certeza de que hay siempre una esperanza en un porvenir mejor, por leve que sea; la posibilidad de encontrar ‘una luz al final del túnel’, esa luz que, a contrapelo de resultar un lugar común, lleva en sus manos la gente trabajadora y honrada del país, para quien la ética es indisociable de sus acciones individuales y colectivas”.