Si de todas las criaturas que hay en el universo me hubiera tocado por mala o buena suerte ser ratón, al igual que en la lotería de la creación y de la evolución de las especies a otros les han asignado el papel de enormes elefantes, delicadas alondras, microscópicos ácaros o ambiciosos funcionarios, hubiera escogido nacer y vivir en Santo Domingo y no en el exótico Mozambique, ni en la mágica Birmania, ni en el precioso Canadá. Ni siquiera en la populosa y sofisticada Nueva York donde los ratones presumen, además de cosmopolitas, de tener visado y pasaporte norteamericanos. Hubiera preferido mil veces a nuestra ciudad por muchísimas razones: su maravillosa vegetación, por sus avenidas, la suave brisa tropical, por sus lindas mujeres de amplias sonrisas y, sobre todo, porque es un asentamiento humano donde reúne todas las condiciones para que esta especie nociva y contaminante prospere.
Si nos referimos a las fuentes de alimentación, primera condición de supervivencia animal, pocos lugares en el mundo hay más favorables para los múridos (así les llaman los científicos a las ratas) que nuestra capital. Sabemos de lugares pobres y paupérrimos de otros países donde apenas dejan basura o desperdicios porque una población hambrienta se encarga de reducirla al mínimo, pero aquí ningún ratón sufre de falta de cuchara, aunque sea de plástico, pues encuentran en abundancia extraordinaria huesos y piezas de pollo regados en cualquier puesto donde hay guachimanes, frituras o colmados; arroz cocinado servido en envases foam en cualquier calle o acera, o abundantes restos de frutas como pedazos de guineos, nutritivas cáscaras de plátanos o sabrosas y vitaminadas pieles de chinas…¿Qué decir de los miles de millares de de fundas plásticas –verdaderos supermercados ratoneros- con pan, cáscaras de huevo, panecillos, sancochos, restos de huevo frito, mangú y mil manjares más apostadas durante días y días en las calles esperando ser devoradas?
Por otra parte, el habitat natural para su reproducción no puede ser más favorable, alcantarillas sin limpiar, solares baldíos llenos de maleza, patios destartalados y abandonados, una gran cantidad de vertederos por aquí, por allí y por allá donde construir madrigueras, pent house a su estilo, y una oscuridad energética proverbial que hace más disimuladas sus correrías nocturnas. Además, los depredadores naturales ya son pocos, los gatos barcinos de los barrios no abundan como antes porque, según dicen algunas lenguas maliciosas, los tigueres los cocinan como una sabrosa broma culinaria, y con eso de que los mininos de las residencias están mimados comiendo bolitas con sabores a pescado, poniéndoles lacitos, collarcitos, vestiditos y otras monerías, los felinos van perdiendo su instinto de caza.
Además ¿qué gato en sus cabales se atreve con unos ratones que son, como decía una señora vecina de las Praderas, inundada permanentemente por esa plaga, tan grandes como perros? Uno ve un ratón en pleno día por un parque, y este lo saluda amablemente, como si nada Y sobre los humanos que siempre han sido sus peores enemigos, poco tenemos que añadir, ya sabemos que el dominicano por naturaleza es tolerante, buena gente y ni decir de sus autoridades que han borrado de su agenda todo lo que tenga que ver con campañas de erradicación, exterminio o cualquier otra acción que controle de manera sistemática y eficaz tan perversos roedores.
Si usted cree en la teoría de reencarnación y en la próxima vida le toca ser un ratón, trate por todos los medios y enllaves posibles nacer en Santo Domingo, su vida ratona será larga y placentera. Seguro.