Se presume que el hombre desde que apareció sobre la faz de la tierra sufre y enferma. A la vez busca una explicación y una solución a estos fenómenos. El pensamiento mágico y el poder de los conjuros, por un lado, y  las pócimas por el otro, debieron primar por muchos años en el accionar del humano primitivo.

Las primeras constancias escritas que  tenemos como evidencia, nos vienen dadas por las tablillas Nippur (4 mil años a.C., en la antigua Mesopotamia), y los Papiros de Ebers (2900 años a.C.,  en Egipto). En ambos se encuentran de manera específica remedios para aliviar dolencias del “alma”. Describen el uso de la cerveza y el opio como métodos terapéuticos a esos padecimientos, entre otros correctivos.

Por igual, la cultura china (texto de 1000 años a.C.), sostiene que la conducta correcta está guiada por el tao y que el equilibrio psíquico  perfecto depende del yin y el yan.  Hace referencia a diversas patologías mentales y describe varias recomendaciones para el tratamiento, desde la acupuntura hasta pasar por medicamentos y ritos. En la India, en el Atharva Veda (700 a.C), a la vez que hace referencia a la enfermedad mental, plantea, entre otros tratamientos, drogas extraídas de plantas.

Se han encontrado evidencias del uso de drogas en culturas precolombinas con el fin de provocar modificaciones del humor, de la conducta o de las emociones.

La evolución de la atención a trastornos mentales continúa  su desarrollo en dos líneas terapéuticas, por un lado la magia y por el otro el empirismo, hasta llegar a Hipócrates (460-355 a.C), quien nos dice que al mundo médico es a quien corresponde tratar  los problemas de la mente. Enfatiza  que los trastornos mentales son de naturaleza humana. Por parte del empirismo, los avances vienen dados por el desarrollo de la medicina árabe pero en realidad, la pobreza de los aportes desde el campo médico a los tratamientos de los problemas mentales hasta ese momento, no solo fueron pírricos, es que lo seguirán siendo por muchos años más, amén de terribles retrocesos, como lo ocurrido durante la edad media.

El gran salto en la innovación,  la cantidad de los procesos y la diversidad de los medicamentos, se da en la centuria del 1900, paradójicamente, es también la época que establece la leyenda negra que envuelve a cualquier medicamento psicofarmacológico hasta el día de hoy.

En realidad, la psicofarmacología como herramienta científica al servicio de  la salud mental nace en 1952, con un fármaco que aún está en uso, la clorpromazina. Pocos años antes se habían puesto de moda, al no haber ningún procedimiento o medicamento que ayudase a controlar o evitar una crisis o cualquier otro evento mental, tres técnicas, a la vez de complejas, invasivas: el shock insulínico, la antigua terapia electroconvulsiva y la psicocirugía. Todas, de una u otra forma han marcado el inconsciente colectivo que repudia cualquier tratamiento psiquiátrico. Si añadimos los efectos adversos de los primeros psicofármacos que se fueron descubriendo, podemos aproximarnos a la estructuración mental de la aversión de la población a utilizar cualquier medicamento psicofarmacológico.

¿Debe el psiquiatra indicar los psicofármacos? ¿Debe el paciente ser fiel al uso del medicamento? La respuesta contundente a ambas preguntas es que sí. Los efectos secundarios, causantes principales del rechazo histórico, han disminuido significativamente con las nuevas fórmulas introducidas desde años atrás. Otro motivo importante de la repulsa al uso de estos medicamentos, es la posible capacidad de adicción. En realidad, solo un grupo mínimo de medicamentos psicotrópicos tiene dicha posibilidad, en todo caso, habría que analizar asuntos tales como el beneficio a obtener calidad de vida en su accionar cotidiano y/o  alcanzar unas horas de sueño reparadoras. Cosas que no nos aporta por ejemplo el café, el cigarrillo o el alcohol.

Es sorprendente la adherencia de las personas a su tratamiento para el control de la presión arterial, de la diabetes, de su cáncer. Todos estos procedimientos, unos más, unos menos, conllevan unos efectos secundarios muy similares a los provocados por los medicamentos en salud mental pero la abogacía que debe hacer el terapeuta, tanto con la familia como con el paciente, en el caso del uso de psicofármacos, es más vehemente y agotadora.

Es cierto que a la luz de los análisis científicos nos falta comprensión sobre los mecanismos fisiopatogénicos de las enfermedades mentales y que hay un enlentecimiento del desarrollo de nuevos fármacos para tratar los diferentes cuadros. No obstante, los avances en las neurociencias y las neuroimágenes abren puertas para identificar nuevas moléculas. A esto se suma la neuro psiquiatría y la neuro ciencia computacional, que buscan identificar características específicas de los trastornos en grandes dimensiones multimodales de datos, para analizar la relación entre la biología y el comportamiento. Al construir diagnósticos biológicamente válidos, se intenta determinar biomarcadores objetivos que ayuden a fabricar psicofármacos específicos.

Objetivamente, la diferencia entre los rudimentos  psicofarmacológicos utilizados a lo largo de la historia del hombre con lo que tenemos hoy, es abismal. El futuro cercano en el campo de la psicofarmacología es sorprendente y prometedor. La responsabilidad individual, conectada al colectivo social, es utilizar las herramientas que nos proporciona el saber científico para mejorar nuestras condiciones de vida.