A despecho de su sabor amargo, hay un elemento fascinante en la política dominicana: el incansable e inagotable sentido del humor de sus autores. El más resaltante, por su permanente presencia en el escenario, es de tinte negro, y el color que se le atribuye al más pesado de los chistes, no tiene vinculación alguna con la negritud de la piel.
El humor de la política vernácula se crece cuando a los grupos más atrasados, algunos provenientes de la extrema derecha, se les da con llamarse “progresistas”. El mote, ¿acaso se le puede tildar de otra manera?, alcanza el Everest, cuando plantea soluciones a los problemas nacionales sobre pancartas xenofóbicas, unas veces, y radicales de izquierda, otras tantas, e intenta sustentarse en base a cuestionables protestas éticas y morales, desprovistas de solidaridad humana y con una descarnada pretensión de superioridad racial, sin eco ya y desde hace tiempo, en la comunidad internacional, e incluso en las más retrógradas de las confesiones.
Un fenómeno explicable sólo en el atraso del discurso político que sufrimos y en la razón básica de los actores que lo integran, que no es otro que el aprovechamiento sin límite del patrimonio público, sin ningún otro objetivo, empobreciendo de esta manera material y espiritualmente al pueblo, sumiéndolo así en un estadio de ignorancia que les permite adueñarse de un término equivalente al extremo opuesto de su esencia y proceder. “Progresistas” que encuentran en cada elección, una oportunidad ajena a sus propias fuerzas, tras la búsqueda, en algunos casos por desgracia exitosa, de posiciones y privilegios, a costa del sufrimiento nacional.
Son ellos tan “progresistas”, amigos lectores, como ustedes partes del line-up de los Orioles de Baltimore.