Si hay una novedad interesante en la configuración del Estado social que proclama la Constitución dominicana es la inclusión en su texto de los principios rectores de los servicios públicos.

La noción de servicios públicos está referida a las prestaciones esenciales que cubren necesidades públicas de interés general. Como afirma el notable jurista argentino Roberto Dromi, “el servicio público es una organización de medios para una actividad o función estatal y el término público es indicativo de la condición del sujeto titular (persona pública); del fin del servicio (público) y de los destinarios o usuarios (el público)”.

Es decir, el concepto de servicio público viene a expresar fines del Estado que se ejecutan per se o a través de terceros mediante el ortorgamiento de concesión,  licencia, permiso, autorización o habilitación.

Sin adentrarnos en sus orígenes franceses durante el siglo XIX, los servicios públicos enrolan actividades destinadas a satisfacer necesidades colectivas de los ciudadanos al amparo de la publicatio, que le permite a la Administración prestar los mismos o recurrir a la colaboración de los particulares.

En nuestro país hubo un temprano precedente de privatización de servicios públicos cuando, a principios de la tercera década del siglo pasado, Rafael L. Trujillo decidió dejar en manos de la empresa extranjera Compañía Dominicana de Teléfonos el servicio de telefonía y así sortear la crisis económica heredada del ciclón San Zenón.

Sin embargo, no fue hasta la Constitución del año 2010 cuando se dedicó un epígrafe a los servicios públicos, en su Sección III del Capítulo III, sobre la Administración Pública.

En ese sentido, dispone el artículo 147 constitucional que los servicios públicos están destinados a satisfacer necesidades de interés colectivo, su regulación es responsabilidad exclusiva del Estado y serán declarados por la ley.

Al subrayar que la regulación de los servicios públicos es responsabilidad exclusiva del Estado, el artículo 147.3 la Carta Sustantiva  hizo una reserva de ley para fijar las políticas oficiales de cada sector y definir derechos y obligaciones de las partes.

Pero, sobre este tema hay que diferenciar el contenido de la reserva de ley, que comprendería la formal declaración del servicio público, de la reglamentación de su desarrollo, la cual no dependería necesariamente de la ley, sino que puede estar derivada a la potestad reglamentaria de la Administración.

Esta potestad reglamentaria derivada a la Administración se hace necesaria ante la vorágine de los cambios tecnológicos que matizan la sociedad contemporánea y por la generalización de los contratos de adhesión en estos servicios, los cuales no le dan la oportunidad de introducir el jus variandi a los usuarios

Frente al Estado gendarme que interviene con puño de hierro para controlar las actividades privadas, el Estado regulador actúa con guantes de terciopelo. Como afirma el profesor español David Blanquer, si el Estado policía se sirve de órdenes y normas imperativas (hard law), el Estado regulador utiliza recomendaciones y guía orientativas o planes indicativos (soft law).

Nuestra regulación constitucional incluye los principios rectores constitucionales de los servicios públicos, que enuncian los deberes y derechos tanto del Estado concedente-regulador, así como de los prestadores y usuarios.

El significado de estos principios radica en que informan los distintos ordenamientos sectoriales, de manera que la solución a los conflictos que se puedan presentar entre sectores regulados y normas generales debe estar guiada por la interpretación más afín a dichos valores.

Dromi ha escrito que, “los principios rectores de los servicios públicos, que fundamentan ontológicamente la existencia y la organización del sistema prestacional, constituyen su razón de ser y la línea directriz para la comprensión de todo el eje institucional, más allá de la regulación de cada prestación particular”.

En sus modalidades legales contractuales, para la Constitución los servicios públicos deben responder a los principios de universalidad, accesibilidad, eficacia, transparencia, responsabilidad, continuidad, razonabilidad y equidad tarifaria.

De todos ellos, los que presentan mayores desafíos son los principios de universalidad, eficacia, continuidad y responsabilidad.

Por el primero, estos servicios están afectados de un ámbito general de exigibilidad, sin exclusión de sectores, debido a su naturaleza de interés colectivo que genera una obligación jurídica y social en cabeza del Estado. En la terminología del profesor Agustín Gordillo, “todos los habitantes tienen derecho a exigir el servicio en igualdad de condiciones”.

Respecto de la eficacia, ésta es una situación subjetiva de requerimiento en la forma, cantidad y calidad y con los medios y recursos que resulten idóneos para su gestión.

Por su interés, los servicios públicos deben ser prestados de manera continua, sin otras interrupciones que las impuestas por el interés general y las estrictamente necesarias.

Finalmente, por el principio de responsabilidad, la Administración se compromete a rendir cuentas a los ciudadanos de sus actuaciones y a reparar cualquier lesión que resulte por bienes o servicios de mala calidad, según el artículo 53 de la Constitución.