Era una casa estrecha. Con el tiempo fue haciéndose arca. Llegaron los bardos con su carga de contradicciones y caprichos. Se instalaron en la habitación del segundo nivel, desde la que podían ver el amanecer. En el pasillo fijaron una greca inmensa que abastecían de café todas las mañanas. Como eran bastantes y tenían diferencias de estilo y de carácter, tomaron decisiones inteligentes para poder convivir. Los más cercanos a la poesía social caminaban por toda la casa observando los detalles que les servirían de inspiración en sus escritos; se confundían con los artesanos, los herreros, los carpinteros. Iban al mercado, pasaban largas horas con el vendedor de verduras con el fin de conocer la raíz de las cosas; luego ya cansados llegaban y se reclinaban sobre colchones muy cómodos, dejando que las musas se adueñaran de ellos.

El otro bando estaba conformado por escritores de poemas intimistas. Eran más escasos y su campo de exploración más impredecible. El escalpelo que llevaban tenía que ver con un buen ojo conectado al corazón. Pasaban horas recostados en la cama. No tenían horario para salir. Muchas veces encontré a algunos de ellos observando las manos de las parejas al despedirse en el parque. Les atraía lo visual, lo que estaba ligado a la fibra más íntima del ser humano. No se adelantaban, esperaban a que la presa se posara en el foco de su lente. Disparaban el flash en ese instante único e irrepetible en el que la condición humana adquiere ribetes fluorescentes que solo pueden ser captados por los ojos sensibles a esa luz.

Creo, por el giro que van tomando las cosas, que debo de construir un anexo a la casa. Me dicen que novelistas y cuentistas quieren que les habilite un espacio igual o más amplio al que hoy ocupan los vates, y no tengo otra salida que ampliarla. Ojalá que las diferencias entre ellos sean menos evidentes que las que existen entre los poetas.