La Constitución como concepto jurídico y social elaborada exclusivamente para poner límites en principios a los monarcas frente a una burguesía floreciente, establece las fronteras entre los poderes políticos y el ciudadano y brinda las protecciones y garantías necesarias contra el monopolio de la violencia que ejerce el Estado hacia las personas comunes. En un Estado presidencialista como es el caso de nuestro país, juega un papel elemental, pues el presidente en cierta medida, amén de ser electo por el voto popular y obviando todo cuestionamiento que surge posterior a sus elección, encarna en este tipo de democracias, un prototipo de semidiós  y goza como en tiempos de la monarquía, de privilegios que le colocan por encima del bien y el mal.

A pesar de que desde su concepción en nuestra Carta Magna, existe formalmente la separación de poderes, tal como lo concibió el Barón de Montesquieu en su obra el –Espíritu de las leyes-. En la práctica, los presidentes dominicanos, unos más que otros han despojado a los poderes legislativos y judicial su competencia constantemente, amparados en la debilidad  institucional prohijada por la clase dominante, y por vía de consecuencia, han deformado de manera abrupta nuestro marco normativo con la ruptura del denominado contrapeso político. Dando cabida a una deformidad estructural de leyes, aplicables y redactadas en función de los intereses del gobernante y en provecho de un selecto grupo social.

Al producirse esas tergiversaciones de las funciones que se han elegido para ser vigías del cumplimiento de las normas y  no existir un ente de equilibrio entre el poder ejecutivo, el pueblo y los órganos bajo su mando, se proyecta hacia al ciudadano común, la posibilidad de convivir en un medio donde las leyes solo son cúmulos de letras sin importancia social. Al compás de eso, existe una falencia sistémica de los órganos de justicia, que  marca  un inevitable despropósito de  la función sancionatoria que es ejercida sin el más mínimo decoro, otras veces en franca complicidad con el infractor y a veces como sello gomigrafo del gobierno de turno. Desnudando un sistema de injerencia  permanente por parte del Ejecutivo, que de no ser subsanado generaría un desequilibrio social irreversible.

La influencia que ejerce el Poder Ejecutivo en el proceso de deterioro de la institucionalidad actual y la intromisión descarada en los asuntos de los demás poderes, produce la crisis más importante que ha se haya generado en el sistema político en los últimos tiempos. República Dominicana a pesar de tener una de las constituciones más modernas de la región y poseer una inmensa cantidad de leyes adjetivas que regulan de alguna forma los linderos entre unos y otros, en la actuación material de nuestra realidad política, nadie sabe a ciencia cierta cueles son los limites existentes entre un poder y otro y más aún, la gran mayoría sabe que el Gobierno moldea a su antojo las decisiones que se toman, tanto en el poder judicial, como en el legislativo, constituyendo esto, la más repugnante de las prácticas en democracia.

La funcionabilidad de una sociedad que se precia de ser moderna  y de un Estado democrático, social y de derecho como el que establece en la forma nuestra Ley Fundamental,  solo podrá existir bajo el estricto cumplimiento de los requisitos indispensables que determinen la ley. Una democracia real es aquella que apegada a su estatuto general, en este la caso la Constitución, preserve y vele por una división concreta de los tres pilares que la componen, el Poder Legislativo como como regulador y fiscalizador de las ejecutorias del gobierno, el Ejecutivo como órgano administrativo de la cosa pública  y el Judicial para administrar e impartir, conforme a  la  Constitución y las leyes, una justicia real y efectiva. La paz futura y la armonía institucional dependen en gran medida de una verdadera separación e independencia  de estos poderes.