En un trabajo anterior expuse las principales características de la organización social que sustentó la actividad tabacalera en el Cibao durante el siglo antepasado. De esa organización se siguió, tanto la restaurada autonomía de la República en el país, como un sistema cultural indispensable para explicar su simbólica paternidad e impacto futuro en el código cultural dominicano.
A ese propósito paso a analizar los pilares que sostienen el sistema cultural dominicano. Gracias a ellos, –y a pesar de todo tipo de cambios estructurales y de transformaciones institucionales–, lo que es dominicano permanece en el tiempo. Las cuatro columnas son:
1º Conglomerado de individuos. En tiempos decimonónicos, esos individuos en el Cibao contaban únicamente con su propia iniciativa y afán de lucha para subsistir y reproducirse, marginados como estaban por un sistema que los excluía y que, desde tiempos coloniales, fue incapaz de asimilarlos. Se alzaron en armas por motivos patrimoniales y –principalmente– restablecieron la soberanía del país para evitar la intervención de las autoridades españolas en contra de la libertad de comercio por medio del monopolio y el estanco del tabaco. En otras palabras, no se arrojaron a la campiña –en contra de haitianos y sobre todo españoles– por motivos ni valores esencialmente éticos, raciales, culturales, religiosos y tampoco ideológicos, pues cada uno no hacía mucho más que defender lo que conocía y lo que poseía como toda herencia; a saber, en el Cibao, un conuco propio en el que producía en unión de familiares y de unos pocos jornaleros asalariados para el mercado del que todos dependían para subsistir.
2º Modo de producción (agrícola) de baja intensidad tecnológica y requerido de escasos recursos para operar. El cultivo y el manejo casi artesanal de la hoja de tabaco era predominantemente manual y de bajo consumo tecnológico. Sus requisitos de capital financiero, como dicen en el campo para “regar dinero” y comprar la cosecha, no era intensivo y provenía en pleno siglo XIX de las mismas casas matrices situadas en el extremo internacional de la cadena tabacalera.
3º Relaciones personales, más que formales e institucionales. Tales relaciones transcurrían entre sujetos libres y propietarios de algún capital; o en su defecto, eran del tipo patrón-cliente pero sin que interviniera el régimen esclavista o la sobre explotación laboral. Esa especie de cara a cara, más que el recurso de procedimientos y contratos legales e instancias burocráticas, avalaron y legitimaron un modelo de producción en medio de aquel conglomerado de individuos cuya sociedad desbordaba con creces los límites del campesinado tradicional.
Esa alusión relativa al campesinado tradicional requiere una aclaración a modo de paréntesis teórico, pues la sociedad tabacalera no fue puramente campesina, sino más bien una modalidad derivada de ella.
La producción del minifundio tabacalero no tuvo por finalidad el consumo familiar y de subsistencia. Eso es obvio. La hoja de tabaco no se come y por ello se trataba de un producto propiamente dicho para el mercado. De la transformación que el mercado introdujo en la historia antropológica sólo escapa, como acertadamente enseñó Karl Polanyi, la autosuficiencia de las sociedades de recolectores, bandas, tribus y campesinos cuya producción de alimentos es para fines de subsistencia e intercambios marginales, no de acumulación.
En el ámbito del mercado, la importancia social de cada actor es directamente proporcional a su capacidad para generar o favorecer el acceso a fuentes de trabajo que generen los indispensables ingresos monetarios con los cuales preservar y reproducir la vida, satisfacer las necesidades biológicas y las aspiraciones culturales, así como mantener una posición o status social.
Es esa fuente de influencia y de poder la que controla el cosechero minifundista respecto a sus jornaleros; el comerciante y almacenista frente a sus peones; y también las compañías exportadoras internacionales que disponen de recursos suficientes para hacer circular la hoja de tabaco –por dinero– desde el ámbito local al internacional; y a la inversa.
Del entramado de esos intercambios resultó el valor original concedido por las relaciones personales. Precedida en la tradición campesina por el valor de la palabra empeñada, la cultura que emerge de la sociedad tabacalera se asienta y depende de relaciones interpersonales para sembrar, hacer en el mercado.
4º Débil si no inexistente control estatal. Resguardados por las relaciones interpersonales, los conuqueros productores de tabaco surgieron y se reprodujeron al margen de un orden político incapaz de asimilarlos, brindarles servicios y proporcionarles un estado de vida mejor y más gratificante. Entre el cosechero de tabaco –hombre libre y propietario de su conuco– y el administrador y dueño de la casa de exportación –con el que negocia y al que vende su cosecha por medio de los intermediarios– se establece un contrato sin que medie una u otra forma de intervención gubernamental.
Dos hechos significativos resultan de esa marginalidad. Primero que la gran transformación del mercado surgió por primera vez en el país, como diría Karl Polanyi, como una «construcción socio-histórica» fruto de un conglomerado de individuos excluidos del status quo que vendían su producto por medio de pujantes redes familiares y personales a quien pagara el precio establecido. Más que algo espontáneo y cónsono con la naturaleza humana, como hubiera sostenido Friedrich Hayek, la primera modalidad sustentable de libre mercado capitalista en el país fue fruto legítimo del “arraigo cultural” de decisiones libres, prácticas adquiridas y relaciones interpersonales y no del mito de una economía desprovista de raíces sociales.
El segundo hecho significativo es que, dado que el tabaco es para el mercado, éste condiciona y limita el comportamiento de cada actor en el sistema. Y a tal punto lo regula que el declive del tabaco dominicano a finales del siglo XIX precisamente se inicia cuando en los serones de tabaco de exportación a Alemania los cosecheros cibaeños introdujeron escombros con el propósito de inflar el peso y por ende el pago que recibirían por su cosecha. El fraude no quedó impune. Se perdieron la confianza y el acceso al mercado alemán, sobreviniendo así el declive de la otrora próspera sociedad decimonónica del tabaco negro de exportación.
En cualquier hipótesis, como analizaré en un próximo escrito, el legado de esa sociedad tabacalera al ADN dominicano ha sido un indeleble sistema de vida que se reproduce siempre expuesto a nichos de mercado –al margen de la regulación y del apoyo gubernamental— desde los cuales la prole de los excluidos del status quo de antaño, con similares limitaciones de tecnología y de recursos, llegan al presente construyéndolo sobre los mismos cuatro pilares culturales que dan continuidad antropológica a lo que se conoce y enarbola como historia dominicana.