En los medios, en la calle, en la casa nos avasallan los ánimos los mismos temas de siempre: la mala situación económica, la maldita corrupción política, la invasión de los inmigrantes, nuestro eterno problema de identidad, el astronómico acenso o la caída fatal de nuestros héroes o artistas populares y la urgencia de preservar el patrimonio cultural.  En la agenda actual no caben otros problemas. Una nota que se preocupe por el hambre y maltrato que sufren los perros y gatos callejeros de Santo Domingo está de más. Pero somos tercos e insistimos en arrojar la mirada más allá de los propios intereses, sabotear la agenda y dirigir un poco de atención a otras cuestiones también alarmantes.  Una gran ciudad como Santo Domingo debe tomar en cuenta a todos sus habitantes—incluyendo los animales.

Como señalara Acento en su editorial del 19 de mayo, es triste la enorme cantidad de perros y gatos que van y vienen sufriendo calamidades por las calles de Santo Domingo.  Aún más triste es observar de cerca la vil hostilidad con la que mucha gente trata a estos animales desamparados. Una noche, caminado por la calle El Conde, alcance a ver una joven que con la punta del pie pateaba a un gato, empujándolo a pelear con el gato del frente para la diversión de un grupo de amigos. 

Pese a que existe una ley de “protección animal y tenencia responsable,” a diario observamos mucha gente que deliberadamente maltrata a estos animales, pateándoles, tirándoles piedras o amenazándoles.  Y lo irónico es que muchas veces son estas las mismas personas que, por otra calle, se detienen a elogiar y acariciar a los perros “de raza pura” que llevan de paseo la gente altanera que le gusta presumir de sus posesiones lujosas, de su high class. 

Podría dedicar el resto de esta nota al deleite intelectual en una reflexión penosa e incómoda sobre la hipocresía y crueldad humana por todos lados. ¡Pero no! Mejor destacar, en las líneas que faltan, a esos individuos que durante mi recorrido por la Zonal Colonial se me acercaron y me mostraron sus miradas de compasión.  Por ejemplo, hubo un joven, un mensajero motociclista, que se me acercó y ansiosamente me preguntó por qué andaba retratando a los perros de la Calle Conde: “¿para qué son esas fotos? ¿Es para la creación de un albergue, como el de Santiago?  ¡Ay, esos pobres perros de aquí, pasando hambre, mi hermano!”  También conocí a una señora que trabaja en la limpieza en una casa particular de la Calle Hostos y que cada día trae alimento desde su lejano barrio para alimentar a algunos de los perros que viven bajo la sombra de las Ruinas del Hospital San Nicolás de Bari. Esas dos personas, con su capacidad individual para apiadarse de las criaturas más indefensas y amar a todos los animales, nos invitan a cambiar de perspectiva.

Para mí, son estas personas los ciudadanos que mejor encarnan el sentimiento amoroso hacia todo lo vivo que contiene nuestro entorno natal, ese caluroso y familiar nido en que uno vino al mundo.  Al contrario de los nacionalistas, son ellas y ellos quienes a diario ejecutan ese magnífico ejercicio de empatía, quienes se preocupan por la protección del medioambiente y el cuidado del pequeño pedazo de tierra que compartimos.