En una democracia los periodistas están sujetos a las leyes y no pueden pretender que las mismas no se les apliquen cuando las violan. Y está ampliamente comprobado que en los medios se exhibe muchas veces la intolerancia que la prensa tanto critica. Intolerancia que erosiona el clima de respeto a las opiniones ajenas que caracteriza el ejercicio democrático, sin importar de donde venga, sea de la esfera oficial, como de la oposición o de los credos religiosos.

Por eso, así como la prensa tiene absoluto derecho a formarse los juicios más severos sobre los líderes nacionales, en la misma medida éstos pueden forjarse los suyos con respecto a los medios y, en particular acerca de quiénes escribimos en ellos, sin excepción. Si la crítica, a veces amarga, dura y sistemática, contribuye a recordarles a ciertos dirigentes sus limitaciones y el alcance de la prensa en una sociedad democrática, de igual manera los periódicos y los periodistas deben aceptar que ella se le aplica en lo que a las deficiencias de los analistas y el medio se refiere. La libertad de expresión garantiza el derecho de los ciudadanos a emitir sus ideas libre de toda coacción o presión. Y esto, por supuesto, no excluye a la prensa ni a los políticos.

Una de las distorsiones más extendida acerca del papel de los medios es creerla por encima de la crítica. Como cualquiera que opine, los periodistas estamos expuestos a equivocarnos. Y eso ocurre a menudo. Pero igualmente las víctimas de sus errores y prejuicios tienen el mismo derecho a disentir de sus opiniones y conclusiones.

El aspecto más deplorable de la relación políticos-prensa, es la renuencia de los primeros a hacer valer sus derechos frente a los excesos de la segunda. Este acuerdo tácito, que protege a ambos de sus propias irracionalidades, le ha dado al periodismo dominicano una especie de carta blanca.