Como acostumbro durante los últimos años, aprovecho el feriado del triduo pascual – jueves, viernes y sábado santos – para ir a mi ciudad natal, Santiago, pero esta vez 2019 con una misión específica: visitar sus tres barrios mas emblemáticos a los cuales tenía 60 años que no me adentraba en los mismos, inspiración que obedecía a motivaciones donde la nostalgia y la añoranza tenían no escasa participación.
No miento ni exagero al especificar, que cuando se está entre los 70 y los 80 años de edad – cumplo 75 ahora en mayo – transición considerada por los muy jóvenes como vejez y de edad madura por los envejecientes, notamos a menudo que el pasado invade mucho el presente y este último monótono y pesimista, rara vez mira hacia delante sino mas bien hacia atrás, siendo esta la causa de interesarnos confrecuencia por el pasado.
Robert Stevenson (1850-1894) un gran escritor británico autor del clásico “El extraño caso del Dr. JekyII y Mr. Hyde “advertía al término de su existencia lo siguiente: al final todos nos volvemos al lugar donde nacimos, por humilde o deprimente que fuera, por mucho que nuestra vida haya cambiado y se hayan transformado nuestros afectos. Nos volvemos hacia la pequeña ciudad de provincia o al degradado barrio donde nos asomamos al mundo y del que durante tantos años pareció imposible salir.”
En base a este, al parecer, ineludible determinismo cronológico y para una mejor comprensión de los lectores que se aventuren en la lecutra de este trabajo – dividido en dos partes -, debo inicialmente indicar que nací cuando mis padres residian en la calle Beller entre Sully Bonnelly y 30 de Marzo, o sea en el llamado casco histórico de la ciudad, y en el 1950 nos trasladamos a la avenida Generalísimo – hoy hermanas Mirabal – entre Benito Monción y general López, sector conocido como “Los Laureles”.
Además de las obligaciones que a nivel doméstico debiamos cumplir, la severa crianza paternal nos imponía tanto a mi como a mis tres hermanos la obediencia de ciertas restricciones como: no recibir dinero ni favores de desconocidos; bañarnos en el río Yaque; comer limoncillos y guayabas – temor al ahogamiento y la apendicitis -; no montar patines – evitar caídas y fracturas – y estar fuera de la casa después de las siete de la noche, entre otras limitaciones formativas.
Por esto último jamás visité durante mi adolescencia y en horas de la noche las tres barriadas que les dan título a este artículo, prohibición que se cesó en el 1960 por el fallecimiento de mi padre hace casi 60 años. Este impedimento se prolongó por muchos lustros después, pero hacía rápidas y breves exploraciones diurnas porque ocurría que desde pequeño estos tres sectores estaban en mi imaginación malfamados por haber sido testigo de los violentos enfrentamientos de “lechones” los domingos de carnaval en el parque Ramfis – hoy plaza Valerio -.
En esa década de los años 50 los lechones joyeros y pepineros se desafiaban portando satánicas caretas y enormes vejigas multicolores que me llenaban de espanto, temor que se extendía a las calles, viviendas e inquilinos de sus barrios respectivos. Los de Pueblo Nuevo, vestidos casi de igual guisa llevaban en sus manos unos amenazantes fuetes que tejían usando unos arbustos que crecían en la proximidades del parque Imbert. Al restallar producian un seco sonido que me asustaba.
Fue a partir de estas rivalidades carnavalescas y de otros episodios que relataré a su debido tiempo, que brotaron en mi ánimo las aprensiones y recelos que desde niño albergué en relación a estos propulares vecindarios, contrariamente a las sensaciones de paz y tranquilidad que despertaban otros como Bella Vista, Gurabito, Nibaje y la Junta de los 2 caminos. El Ejido y El Maco me generaban también mucho desasosiego.
Además de reseñar formalmente mi periplo pascual – no navideño – por las tres barriadas más simbólicas de mi patria chica, debo resaltar un denominador común a todas ellas consistente en sus peculiares odónimos no resgistrados en otras vecindades de la ciudad o del país: las calles denominadas con los nombres de Achile Michel, Doctor Eldon, Anselmo Copello, Arté, García Copley, Abúa Vda. Rodríguez y Belisario Curiel entre otros, únicamente existen en ellas.
Comienzo significando que en Santiago no resulta extraño, que por haber estado domiciliados por largo tiempo familiares con un mismo apellido o fueran tierras de cultivo o baldías que pertenecieran a éstos y que posteriormente se urbanizaran, hay muchos barrios bautizados con los patronímicos de sus antiguos propietarios tales como: Bermúdez, Perelló, Montero, Thomén, Tavárez o Espaillat. Los Pepines no son una excepción, aunque gramaticalmente debe ser los Pepín – sólo se pluraliza el artículo -.
En los años 50, por residir en este sector amigos y parientes; haber cursado la enseñanza intermedia en la Escuela Méjico y la secundaria en el antiguo UFE ubicadas ambas en su periferia, en ocasiones trasitaba a pie por la calle Vicente Estrella – conocida como Los pinitos – pero en honor a la verdad jamás me avenutré por las estrechas vías paralelas situadas al sur de la misma, cuya culminación era una profunda y vertiginosa barranca.
Debo confesar que no obstante el intenso pánico que abrigaba sobre esta barriada, hubo en la época un ingrediente romántico que simultáneamente lo atenuaba y que talvez procedía de una errónea apreciación de mi parte. Al creer que sus hijos José Arcadio e Ilonka Goris residían en Los Pepines o La Zurza – el primero estaba en el Instituto Iberia en 1953 – supuse que su madre la vocalista Teté Marcial, nacida en Puerto Plata, era tambíen pepinera.
La voz de esta cantante – una curiosa mezcla de Edith Piaf, Renée Barrios, Elena Burke, Toña La Negra y Ana Gabriel – me resultaba seductora al dosificar con maestría la energía, la queja y el arrullo, y el escuharla conjeturaba que el barrio donde presuntamente vivía no era tan pendenciero, pernicioso, como los desalmados lechones que en las tardes carnavelescas alborotaban la plaza Valerio y a los pacíficos residentes de sus alrededores.
Ella interpretaba canciones del poeta azuano Héctor J. Díaz, del puertoplateño Juan Lockward y otros compositores criollos, no pudiendo resistir el reproducir ahora el ínicio de dos de sus más célebres en aquel entonces, consideradas hoy como clásicas en su género. La primera cuyo título ignoro comienza así:
No se por qué, ni se por quién
sólo se que me dejaste o por mi mal o por mi bien.
ahora no puedo recordar por qué razón nos separamos
si fuiste tú o si fui yo, o si los dos nos alejamos.
La otra titulada “Tu nombre” de la autoría del azuano empieza de esta manera:
Entre tu amor y mi amor
clavó sus garras el orgullo
y como la hierba mala se enredó en el corazón.
Por eso voy presintiendo y con penas voy llorando
que algo en ti se va muriendo, que algo en mi se va acabando.
No se hasta cuando seguiré pensando, y con que fin…………
A finales de la década de los 50 y principios de los 60 surgieron a Santiago otros vocalistas como Ivette Pereyra, Expedy Pou, Rosita Saleta y Leo Pichrdo que aunque lograron posicionarse bien en la radioaudiencia local y nacional, nunca alcanzaron ni con su voz ni sus composiciones la excelsitud y la magia que nos invitaba a soñar, y que luego de mas de sesenta años rememoramos cuando de forma excepcional oímos a la sin par María Teresa – Teté – Marcial.
Por otro lado, siempre me llamó la atención el nombre de un pequeño subsector de Los Pepines conocido con el cibaeño calificativo de “El Asoplai” que al estar en su parte más encumbrada creía derivar del racheado viento que allí soplaba. Al estar allí, incluso lo sentía, pero esta percepción no se correspondía con la realidad porque el apelativo provenía de “Supply” – en inglés, tienda de suministros – que los norteamericanos tenían en ese lugar durante la intervención de 1916. Por una corruptela fonética supply se convirtió en asoplai.
El pasado miércoles santo en el vehículo de mi hermano José Horacio hicimos una especie de travelling por su principales vías de circulación – después de unos 60 años – algunas de las cuales desconocía por completo, creyendo que la promoción clutural de que es objeto formaba parte de un proceso de gentrificación, vocablo inglés que define al proceso de trasformación de un espacio urbano deteriorado, sobre todo de una rehabilitación de sus viviendas y edificios.
Salvo algún polideportivo y la construcción de una u otra casa de cemento, la mayoría de las viviendas de Los Pepines eran sobrevivientes de la primera mitad de la centuria pasada –años 20 y 30 – aunque con un cierto nivel de remozamiento, más cosmético que estructural, concitando la atención que la fachada de muchas de ellas han sido utilizadas ocmo mural para que artistas plásticos pinten sus creaciones con el apoyo y aliento del gobierno municipal.
Este singular y estético intento de embellecimiento barrial ha sido muy bien recibido por los promotores culturales de la ciudad y la colectividad en general, pero para muchos residentes del barrio partidarios del aristotélico proverbio de primero comer y luego filosofar o hermosear, era preferible que a sus inquilinos se les procurara antes un trabajo para garantizar su sostenimiento. Hay murales pintados sobre viejas maderas podridas que pronto arruinarán la obra artística.
A diferencia de las otras dos barriadas, en Los Pepines la generalidad de sus calles están rotuladas y para mi complacencia aun están en pie muchas pulperías – no son ventorrillos, colmados, colmadones ni tampoco venden pulpos – de la época, avistando una al final de la calle Cuba o Sánchez en total decadencia con aparadores en decadencia, escasamente surtidos, con viejos carteles publicitarios de la tienda “La Epoca”, de “J. Emiliano Vásquez”, “Casa Antuña”, gestionado además por un anciano que probablemente vivía cuando Matías Ramón Mella murió en las proximidades.
Al día siguiente volví a recorrer las mismas calles con la misma compañía, y la impresión final fue que la limpíeza urbana prevaleciente, el maquillaje inmobiliario reinante, los grupos de adultos – no jóvenes – en las esquinas y el evidente hecho de que en líneas generales la fisonomía, el aspecto físico de enantes aun se conserva, reforzaron mi convicción de lo agradable y atractivo que resulta que algunas cosas no cambien y en caso de hacerlo no comprometa su esencia, su naturaleza.