El primer gran evento televisado de la historia fue el juicio a Adolf Eichmann, juzgado en Jerusalén como el responsable directo de enviar millones de personas a la muerte en los campos de exterminio nazis. Presenciando in situ el juicio, se encontraba Hannah Arendt, quien, reportando sus impresiones de Eichmann y el proceso, afirmaría que el acusado no era el monstruo que presentaba la acusación, que no era una mala persona, sino un hombre normal, uno de tantos, producto de la época y del oprobioso régimen que le tocó vivir, un funcionario que afirmaba cumplir estricta y escrupulosamente con su deber y un fervoroso cristiano. A este fenómeno de hombres ordinarios y comunes que hacen el mal radical, la filósofa le llamo la “banalización del mal”.
Viendo en televisión las audiencias de este juicio y leyendo las crónicas de Arendt, se encontraba Stanley Milgram, un joven judío de 28 años, graduado de psicología social en la Universidad de Yale, y quien, intrigado por la cuestión de cómo se podían obedecer órdenes manifiestamente crueles y quien era el verdaderamente responsable de los crímenes, si el que lo cometía o quien ordenaba a hacerlo, decidió realizar un experimento. Era muy simple: se le pedía a un voluntario (“maestro”) que administrara cargas eléctricas -que no eran reales sino simuladas- a un “alumno”, en verdad cómplice del experimentador, que se hacía pasar por voluntario y cuyo supuesto sufrimiento tras las cargas se manifestaba en quejas y gritos previamente grabados y reproducidos cada vez que fallaba las preguntas de una prueba. Las cargas se incrementaban con cada fallo hasta llegar al máximo de 450 voltios. El resultado fue asombroso: el 65% de los maestros aplicaron al alumno la máxima descarga y, aunque muchos manifestaron incomodidad al hacerlo, ningún maestro se negó rotundamente a aplicar más descargas antes de alcanzar los 300 voltios.
Pese a que este experimento ha sido muy cuestionado, principalmente por no revelar posterior y prontamente a los participantes que todo era una simulación, pruebas posteriores, efectuadas por otros científicos, coinciden con sus resultados y apuntan a que, como bien explica Milgram, “la férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los sujetos (participantes) de no lastimar a otros y, con los gritos de las víctimas sonando en los oídos de los sujetos (participantes), la autoridad subyugaba con mayor frecuencia. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio”. En otras palabras, "no se necesita una persona mala para servir en un mal sistema. La gente común se integra fácilmente en sistemas malévolos," como se revela en los testimonios de “Aquellos hombres grises” de Christopher R. Browning y “Los verdugos voluntarios de Hitler” de Daniel Goldhagen.
Hasta aquí los peligros de la obediencia ciega. Pero… ¿cuáles son los peligros que presenta la potencial conclusión a partir de estos hallazgos de que la responsabilidad personal del individuo se diluye en situaciones de, para usar las palabras de la teología de la liberación, “pecado estructural”? ¿A dónde nos conduce pensar que, como afirma Yuval Noah Harari, la idea de libre albedrío es tan solo un mito? ¿Que todos estamos -o podemos ser- programados para obedecer las órdenes más inhumanas y crueles?
Eichmann, contrario a su presentación como un hombre normal y ordinario, es en realidad un oficial de segunda línea de una estructura de poder, un fanático convencido que, para usar las palabras del penalista Claus Roxin -quien justo elaboraba su teoría de la responsabilidad penal en los casos de “aparatos organizados de poder” en el momento que se producía el juicio a Eichmann-, es responsable, en la medida que tiene control, al menos parcial, por medio de una “estructura organizada de poder”, que no es más que un “sistema de injusticia formalmente constituido”, sobre el “dominio del hecho”. Si, por el contrario, es un simple “engranaje de la maquinaria” de destrucción nazi, es, en consecuencia, responsable por haber obedecido ordenes manifiestamente criminales. Se trata de un “crimen burocrático” en donde la indebida obediencia es el crimen. Como bien afirma Juan Pablo II, “la táctica que usa el maligno” consiste en lograr que el mal “aparezca cada vez más como pecado ‘estructural’ y se deje identificar cada vez menos como pecado ‘personal’”. Aunque el penal “no es un derecho para superhéroes", recordemos que, como decía Edmund Burke, “para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada.”