Mientras emergen grupos religiosos con posturas ortodoxas en República Dominicana, movimientos islámicos barren los cimientos de lo que pudo ser la emergencia de sociedades abiertas en el Medio Oriente. A simple vista, estos hechos parecen carecer de relación, pero sí la tienen.
Lo que une los acontecimientos señalados es la presencia del fundamentalismo. Desde su origen, esta noción designa la práctica de grupos religiosos que aspiran a una lectura literal de sus textos sagrados y pretenden que dicha interpretación se convierta en el fundamento práctico de la vida social.
El término se ha popularizado para referirse a cualquier movimiento religioso o ideológico que trata de imponer a una comunidad una interpretación dogmática de unos determinados preceptos o contenidos.
Aunque el término nació para designar un comportamiento relacionado con las prácticas religiosas, el fundamentalismo no es exclusivo de las mismas. Puede haber una actitud fundamentalista en todas las actividades realizadas por los seres humanos, siempre que se pretenda asumir de modo dogmático un conjunto de reglas, lineamientos, valores o enfoques y se pretenda obligar a todos los integrantes de una comunidad a vivir de acuerdo con ellos.
El fundamentalismo promueve una actitud de arrogancia intelectual, por el supuesto infundado de que se posee la verdad absoluta, definitiva o incuestionable. Con ello se desestimula el pensamiento crítico y el espíritu de investigación, porque ambos presuponen la falibilidad de nuestro conocimiento, el carácter provisional de nuestras creencias.
La visión fundamentalista fomenta el totalitarismo, porque intenta eliminar la discrepancia y obtener el consenso forzado. Desde esta perspectiva se asume que todas las personas deben pensar de la misma manera, actuar del mismo modo y tener las mismas costumbres para preservar la integridad del grupo, de la tradición o de la sociedad.
En muchas ocasiones se pretende aniquilar el disenso exterminando a quienes se perciben como disidentes. Para ello, el exterminio se inicia en el plano del discurso. Se emplean vocablos denigrantes y deshumanizantes con el propósito de hacer interiorizar que los discrepantes no son personas en el mismo sentido en que todos los somos y por tanto, carecen de la dignidad y el respeto que le otorgamos a nuestros semejantes.
Con matices menos dramáticos -pero con el mismo espíritu de exclusión- es frecuente en nuestra sociedad vituperar al rival intentado ofender su imagen pública y trazando “líneas de Pizarro” donde el disidente es colocado del lado de los “inmorales”, los enemigos de la familia, de la vida o de los mejores intereses de la nación.
La concepción fundamentalista es objetada por nuestra propia evolución biológica, posible gracias a nuestra capacidad de adaptación y cambio, así como por nuestro desarrollo cultural, logrado por nuestra propensión a la diversidad y al diálogo. La biología presupone que somos seres cambiantes cuya sobrevivencia ha sido posible por la capacidad de nuestra especie de modificar sus características genéticas, incluyendo su capacidad para la resolución de problemas en función del contexto.
Las disciplinas humanísticas nos hablan de nuestra capacidad como especie para comprendernos a pesar de nuestras discrepancias. Como ha señalado el filósofo Karl Popper (1902-1994), el diálogo en el desacuerdo puede ser, aunque difícil, más fructífero desde el punto de vista cognitivo que aquel realizado entre quienes comparten un enfoque. El diálogo con personas discrepantes puede ampliar nuestros horizontes, retarnos y propiciar el hábito de interactuar con personas distintas. Si nuestra evolución biológica se ha nutrido de la diversidad natural, nuestro desarrollo como seres humanos se ha nutrido de la diversidad cultural.
En la práctica, la perspectiva fundamentalista hace oídos sordos a ambas lecciones. Ve la diversidad como indeseable. Estimula en el plano cognoscitivo el apego a la ignorancia y lo más importante, desde el punto de vista práctico, promueve el fanatismo con sus dolorosas secuelas de violencia y barbarie.