Rosario Espinal se lamenta de que “la República Dominicana en su profundo conservadurismo, alta dependencia externa, y compactada élite, nunca ha experimentado el fenómeno del populismo nacionalista tan propio de la historia latinoamericana” y ha tenido que sufrir los gobiernos del PRD y del PLD, los que “se convirtieron en instrumentos de las élites dominantes, y sus dirigentes”, y, “a cambio de servirles, pasaron a degustar las mieles del poder”. Para la socióloga, la emigración al exterior, el clientelismo y el narcotráfico han quitado “presión distributiva al sistema económico”, lo que ha resultado en que “la élite nacional e internacional” se ha impuesto siempre “a expensas del pueblo”. Aunque reconoce que en República Dominicana no hay condiciones para gobiernos “bolivarianos” como en Venezuela, Ecuador y Bolivia, entiende que, en situaciones de “tanta inequidad como la dominicana, el populismo nacionalista ha sido con frecuencia la fórmula política ante la resistencia de las élites al cambio” (Hoy, 6 de marzo de 2013).
En esta defensa del populismo, Espinal sigue la línea de los científicos sociales que, en los últimos años, han transmutado su apología del marxismo por la construcción de un paradigma populista representado por parte de la nueva izquierda latinoamericana. El mejor ejemplo de ello es Ernesto Laclau quien desde su obra “La razón populista” (2005) hasta la fecha viene exaltando el populismo como forma de gobierno “que consiste en interpelar a los de abajo frente al poder y dividir al campo social entre las fuerzas de cambio y las conservadoras”. En otras palabras, para Laclau, “el populismo no es una ideología” sino una forma de hacer política que opone al pueblo y sus reclamos sociales a la oligarquía que viene a constituirse en el enemigo del pueblo.
Como el mismo Laclau admite el populismo conduce a “el momento populista, el momento presidencialista” en contraposición al institucionalismo propio de la democracia parlamentaria, de la democracia constitucional del Estado de Derecho. Por eso, Laclau se opone a lo que él despectivamente llama el “fetichismo institucionalista”, es decir, el respeto a la Constitución y al ordenamiento institucional. Y culpa de ser fetichistas institucionales no solo a la derecha burguesa conservadora opuesta al cambio sino también a la izquierda liberal cuando afirma: “Se supone que ser de izquierda es dar prioridad a un proyecto de cambio social radical. Pero si de lo único que se habla es de la defensa de las instituciones existentes, ¿en qué queda ese proyecto”?
Es lo que vemos en República Dominicana cada vez que frente a cualquier planteamiento de defensa de la Constitución, de la legalidad, de la institucionalidad y de la seguridad jurídica, se esgrime la necesidad de hacer primar la justicia social por encima de las preocupaciones acerca de cuestiones de mera legalidad. Como dice Laclau, “la defensa del orden institucional a cualquier precio, su transformación en un fetiche al que se rinde pleitesía desconectándolo del campo social que lo hizo posible, es la que gobierna al discurso antipopulista de los sectores dominantes”.
Laclau apuesta por el hiperpresidencialismo para América Latina, por el kirschnerismo para Argentina, en fin, por la concentración del poder en un líder, que monopoliza la decisión política y la arranca del Congreso y de los partidos, exento de control, en una democracia delegativa, de naturaleza plesbicitaria, todo ello, como diría Karl Loewenstein, “bajo la apariencia de una legitimación democrática”.
¿Es este un modelo deseable para que la República Dominicana pueda “revertir la creciente inequidad que empobrece a tantos”, como con justa razón se queja Espinal? Obviamente que no. Ahora, asumiendo que sea deseable y dable la instauración de un régimen populista en el país, ¿nos asegura ello que será de orientación izquierdista como muchos utópicos desarmados desean? Si partimos de que, como bien señala Marcos Cynowiec, “el populismo es una forma de hacer política despojada de toda connotación ideológica y por lo tanto abierta a cualquier contenido ideológico”, resulta evidente, como el propio Laclau lo admite, que “puede haber populismo de derecha y de izquierda”. Esto así, ¿qué nos asegura entonces que emergerá un populismo de izquierda en un país caracterizado por la ausencia de populismos, con una izquierda desarticulada, con unas elites económicas incuestionadas y con una fuerte tradición de nacionalismo conservador?
La razón populista nos lleva a jugar con fuego en un país sin Cárdenas, Perón o Chávez, y donde sobran los que quieren casarse con la gloria de revivir a un Trujillo o Balaguer. Que los intelectuales progresistas carezcan de megarrelatos que le suministren certidumbre no nos debe llevar a enterrar las conquistas de la democracia constitucional, para así reinvindicar los anacrónicos antagonismos (nación contra imperio, pueblo contra oligarquía) de los populismos de siempre. La democracia institucionalizada es gris y aburrida pero sigue siendo la menos mala forma de gobierno.