Hemos vivido momentos interesantes en República Dominicana, quedamos perplejos viendo los últimos acontecimientos en el campo político nacional y los esfuerzos de las nuevas autoridades para combatir la corrupción. Pero tal perplejidad no surge del descubrimiento del fenómeno de la corrupción en el país, que al menos en el imaginario popular sería algo tan dominicano como la habichuela con dulce y que ha estado presente en la vida isleña desde que los españoles colocaron la suela de sus botas en nuestra hermosa costa. La gente está impresionada con el hecho de que el Sistema Público de Justicia haya dado un paso sin precedentes para perseguir los delitos de corrupción, que, en teoría, habrían ocurrido en las altas esferas del poder dominicano.

Como brasileño lamento profundamente que Odebrecht haya exportado un modelo de corrupción que tanto daño hizo a mi país y a muchos otros de la región, incluyendo a República Dominicana. La investigación de la Operación Lava-Jato, a pesar de haber enviado un mensaje fuerte a los corruptos, desmoralizó los procesos políticos, tratándolos a todos como producto de intereses personales, ilegítimos e inmorales. Y contribuyó a que el país se viera envuelto en una guerra política provocada por la misma demonización de la política y de los políticos, como si hubiera otra forma de hacer funcionar una democracia, sino a través de las negociaciones que se hacen en la “Casa del Pueblo”, que es el Congreso Nacional.

La criminalización de la política y su consecuente desmoralización hacia la sociedad, es la receta justa para la desinstitucionalización de un país y el advenimiento de aventureros, de salvadores de la patria, de gente de mal carácter. Y contra esto, la República Dominicana debe estar protegida. La lucha contra la corrupción debe ser un esfuerzo constante del Estado dominicano, a través de la Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA) y otras organizaciones como la Policía Nacional, pero no se debe destruir el entorno político y las estructuras productivas nacionales. No se puede dañar más de lo necesario a sectores de la economía con el pretexto de combatir la corrupción. Y los dos objetivos, la manutención de la empresa nacional y el combate al crimen, son completamente compatibles.

El gigante Siemens, la empresa tecnológica alemana, en la última década se involucró en uno de los mayores escándalos de corrupción de la historia, cuando se descubrió un esquema que generó montos de aproximadamente 1,400 millones de dólares pagados a funcionarios públicos de Asia, África, Europa, Medio Oriente y América. A pesar de todo el daño causado a la imagen de la empresa y todas las pérdidas sufridas y las indemnizaciones pagadas, se mantiene activa, generando riquezas y empleo.

Por otro lado, y volviendo a la brasileña Odebrecht, lo que se discute hoy son las consecuencias de las medidas legales adoptadas, que destruyeron la industria de la construcción pesada en Brasil y ahora son impugnadas en los Tribunales Superiores. Cuando se trata de combatir la corrupción desde un punto de vista emocional, como sucedió en ese país, lo que vemos a continuación son soluciones económicamente irracionales que muchas veces esconden intereses políticos y de poder, también por parte de funcionarios públicos que no actúan de una manera estrictamente técnica y legal, a menudo eclipsados por el foco de atención de las cámaras de televisión. En Brasil, esto afectó principalmente al Ministerio Público.

El hecho es que la corrupción no es algo exclusivo de República Dominicana, sino una práctica común en muchos – si no en todos – los países. Y la forma en que se la combatirá puede determinar el futuro de importantes sectores de la economía.

¿Y por qué elegí hoy hablar sobre los peligros de combatir la corrupción? ¿Por qué decidí advertir que tales acciones, como dicen, tienen un doble filo? Es que, en el afán por perseguir a los corruptos, podemos impedir la continuidad de las instituciones democráticas, especialmente el Poder Legislativo.

El régimen democrático, como lo conocemos y defendemos hoy, consiste básicamente en delegar competencias para que los representantes populares hablen en su nombre. Ante la imposibilidad de escuchar a todos sus ciudadanos y discutir con ellos las propuestas nacionales, sus representantes son elegidos para que, en la Asamblea Nacional, determinen los medios de organización del país. No hay otra forma de tomar tales decisiones excepto a través de los políticos. La alternativa, por supuesto no deseable, es la ley del más fuerte y un Estado que no puede proporcionar lo que necesita su población. Y es contra estos efectos no deseados que debemos preservar un ambiente gubernamental y parlamentario saludable, con sistemas de control efectivos, para evitar desviaciones.

Esta advertencia no se limita a la necesidad de preservar el entorno político, que es fundamental en un régimen democrático, sino también al necesario respeto al debido proceso legal. También debemos huir de la tentación de la persecución política irracional, que es lo que suele ocurrir en situaciones en las que lo único que se busca es venganza contra los acusados. Frente a esta tendencia, debemos mantenernos fieles a la Constitución y las Leyes de la República. Si la legislación no es la adecuada (nada está escrito en piedra), modifiquémosla de acuerdo al proceso legislativo regular, ya que esta es la única forma de que el país crezca durante el proceso de lucha contra la corrupción, aprovechando la ética para que el país avance, no por venganza personal o por la búsqueda del poder a través de interpretaciones legales exóticas o por simplemente burlar lo que dice la ley.

Pero eso no fue lo que sucedió en los países afectados por el escándalo de Odebrecht. En general, han sido y están sometidos a gobiernos y crisis gubernamentales que son el resultado directo del alboroto provocado por un torrente de operativos policiales, detenciones y acusaciones incontroladas. Como consecuencia, una crisis social que ha sido el centro de atención en varios de los países que han pasado por este triste proceso.

Reinaldo Azevedo, famoso periodista brasileño y crítico de la Operación Lava-Jato, dice que “necesitamos un futuro. Necesitamos los medios para descubrir ‘un sistema corrupto y una forma de combate que está destruyendo el país’. Debemos deshacernos de los falsos salvadores”.

Debemos considerar lo que viene sucediendo recientemente en República Dominicana como un paso histórico hacia la búsqueda de mejores condiciones de vida para la sociedad dominicana, especialmente para la mitad que vive en situación de pobreza. Pero no podemos ignorar los peligros que desata esta ola de indignación patriótica en un intento de condenar no solo a los políticos involucrados, sino a la política y los procesos políticos, tan necesarios para el progreso de todos los países.

No hay país democrático desarrollado en el mundo que haya alcanzado esta posición sin respetar los derechos humanos de sus condenados, aunque sean los acusados de corrupción. De la misma manera, solo es posible desarrollarse respetando el debido proceso legal y valorando la actividad política que, a pesar de ser manchada con cierta regularidad, es la única vía para resolver los grandes desafíos, en un país con tantas complejidades.

Que nuestro país encuentre, en la labor reciente del Ministerio Público, la inspiración para avanzar en la lucha contra la corrupción, pero también en la búsqueda de una sociedad más justa e igualitaria, en la que los recursos públicos se utilicen con conocimiento técnico y sabiduría, para que podamos transformar los logros económicos que hemos experimentado en los últimos años en resultados prácticos que mejoren la vida de las comunidades vulnerables en cada rincón de nuestro territorio.

José Monteiro es director de Misión Internacional de Justicia en República Dominicana.