La humanidad ha aprendido a lo largo de su historia a reconocer y seguir patrones. Un patrón en sentido general, es una repetición de una similitud. Regularmente escuchamos hablar de patrones numéricos en matemáticas; pero también hay patrones en la naturaleza y en la cultura.

Los patrones numéricos permiten entender secuencias y probabilidades. Los patrones en la naturaleza permiten cuantificar el tiempo y nuestra vivencia de la propia temporalidad. Los patrones culturales estructuran nuestra relación con el mundo, los demás y consigo mismo ya que, como conjunto de significados, son adquiridos de modo inconsciente a través del proceso de socialización y se expresan en la vida cotidiana tanto en las relaciones individuales y privadas como en las relaciones sociales y públicas.

Los significados recurrentes que establecen un modo de actuar o de sentir frente a una situación determinada podemos denominarlos “patrones de conducta”. La sociedad se rige por ellos, los crea a través de sus usos y costumbres y los enaltece como “bienes” que poseen un fin en sí mismos. Seguir este cúmulo de patrones de conducta preestablecidos augura, al menos mínimamente, una aceptación en el grupo social y garantiza el posible ascenso social en la medida en que el sujeto establece y adquiere “capitales culturales” (P. Bourdieu).

Reconocer e instrumentalizar estos patrones de conducta demanda de cierta cuota de fingimiento en las relaciones sociales, esto es de representación de un modelo acorde a… y exigido por el contexto social en el que se interactúa. En este sentido, las relaciones humanas poseen un nivel de actuación que convierte en más o menos actores a los agentes que la escenifican y la interpretan.

El éxito social en buena medida se vehicula a través de este poder de representación y adecuación de patrones de conductas gobernados por esta racionalidad instrumental. La amistad es una virtud social de la cual se puede sacar buen provecho personal, decía Epicuro.

Uno de los puntos más impactantes en este escenario en el que todos actuamos y que se repite como un patrón de conducta, consciente o inconscientemente, es la confusión entre autoridad y verdad. Muchos de los individuos que ejercen una función de autoridad piensan que, en su representación social de tal rol, la verdad es un atributo connatural a su papel en el entramado social o institucional; de modo tal que sus palabras se convierten en “palabras divinas”, incuestionables y absolutas.

Culturalmente tenemos cuatro modelos de instituciones en las que este patrón de conducta se repite sistemáticamente: la familia, la religión, la milicia y la escuela. A través de ellas, el individuo que se integra a la sociedad iguala autoridad y verdad y acepta como bueno y válido tal determinación en vista a que sujetarse al modelo impuesto le garantiza cierto reconocimiento en el esquema de relación que llamamos poder.

La palabra “patrón” que hemos usado en términos de repetición de una similitud, en el lenguaje cotidiano expresa la idea de un jefe al cual hay que obedecer en virtud de su autoridad (poder económico) sobre otro. Autoridad y verdad quedan implícitas en la relación asimétrica de las voluntades en un “juego de lenguaje” del tipo: “yo no tengo la razón, soy súbdito” /” usted tiene la verdad, es el jefe”.

En la relación súbdito-jefe y falsedad-verdad se asume el mismo patrón que constituirá, en términos individuales y colectivos, la regla gente-no gente, identidad-no identidad y valor-no valor, amigo-enemigo, etc.

En términos filosóficos, aducimos que el patrón de reconocimiento que se da en el juego verdad-falsedad se traslapa a nivel del ser de la persona; lo epistemológico pasa a ser ontológico.

La determinación de patrones numéricos y patrones de la naturaleza permite al ser humano una mejor interrelación cognitiva con el mundo y los demás. Ello es visto como “natural” y bueno. Sobre esta bondad, se deslizan subrepticiamente los patrones de conductas culturales que establecen el juego de actuación en este gran escenario que es el mundo social. Mundo en el que el éxito de la persona se mide por su capacidad de fingimiento, de representación en el viejo juego de roles sociales. La vida es un teatro.

¡Ay de los malos actores! Promesas sometidas al reino de la no-verdad.