En un reino muy, pero muy lejano, vivía un gran señor que gobernaba sin ninguna preocupación. Administraba el trigo, los molinos y el agua para que el pan no faltara en sus dominios. Un día, cansado de tanto afán, quiso aprender el arte de elaborar pasteles y se fue al también lejano reino de Postrelandia. Antes de partir, le dijo a su primo: «encargate del palacio».

El ex gobernante estaba muy contento con su nueva vida. Se había instalado en una casona llena de sirvientes (para no extrañar) que además tenía una estupenda estufa y hasta allí llegaban los mejores cocineros de la comarca a enseñarle a separar las claras de las yemas; batir la crema a punto de turrón; picar cebolla; lavar tomates. Lo que más le gustaba era la crème brûlée, aunque se le pasaba de tueste y parecía más brûlée que crema.

Como se dice, todo iba viento en popa, hasta que un día, un consejero“envidioso” le dijo al rey que  el amante de los pasteles había vendido t-o-d-a-s las semillas y que ahora la gente tenía problemas para alimentarse. El soberano dio un puñetazo a su escritorio y los edictos reales volaron por el despacho. Luego, ordenó a la policía que le impidieran acercarse a los fogones y lo peor, que confiscaran sus cazuelas, para que con venta se pagaran los yerros cometidos.

Su primera reacción fue la de abandonar aquel sitio ingrato, pero cómo irse sin sus ollas, tanto afecto les tenía, no porque fueran de oro, sino por los recuerdos que le suscitaban. Tampoco se crea que era amor a la opulencia, sino que ese metal conserva mejor los sabores. Con ojos nublados escribió a su primo, que conocía bien al monarca postrelandés, ya que a su vez era primo de la reina y lo exhortaba a que le echara una mano. Al fin, «todos somos de la realeza», concluyó con sabiduría.

Sin embargo, la espera no fue fácil para el aprendiz de pastelero, que ya no pudo seguir en la casona, por lo que tuvo que aceptar la humillante invitación del rey, quien dispuso para él unos aposentos lúgubres (sin cocina ni ayudantes) en la parte más olvidada del castillo.

Una tarde, mientras caminaba por el bosque real, escuchó a alguien cantar una historia que hablaba de un gobernador que por su excesiva afición al lujo, sus súbditos padecían la peor de las miserias. Se puso tan molesto que lanzó con todas sus fuerzas el libro (El secreto está en la masa) que estaba leyendo. Pensó en mandar cortarle la lengua al insolente trovador, pero cuál autoridad. Además, por qué ponerse en ese saco que ni de chiste le quedaba…

Al recibir la carta, el rey de Postrelandía prefirió no enfrentarse a su esposa (¿temor, acaso afecto?), por lo que devolvió los utensilios dorados y él mismo fue a despedir al dudoso personaje. Le dio un abrazo deseándole buen viaje, pero en su fuero interno, pedía al cielo que no pisara nunca más estas tierras.

Al llegar a su reino, fue recibido como el salvador que nunca fue: fanfarrias, aplausos, multitudes desbordadas. Sin embargo, entre los vítores de la gente (llevada a cambio de dinero, de comida) volvió a escuchar aquella melodía: «Hay un señor que no sufre, pues duerme en camas de seda, seda que está mancillada con el hambre de los justos…».

Como ignoraba al autor de los versos, pidió a la policía que encerrase a todos los juglares. Luego de que los esbirros los azotaran, hizo una gran fogata con sus instrumentos y ordenó al tribunal que los sentenciara al destierro.

Pese a todos sus esfuerzos, cada noche la musiquita le perfora los oídos y cada vez batalla más para encontrarse con el sueño; ya ni se le antoja cocinar. Dicen que los juglares regresaron, no sin temor a que los reconocieran. Ahora en lugar de laúd, tocan la flauta en lo oscuro del bosque.

Cuentan que la tonada acompaña al viento; a veces, también lo anticipa. El personaje, en otra muestra de ecuanimidad, ha ordenado encerrar al irrespetuoso aire en una botella. Mientras los jueces cumplen la encomienda, hay unas orejeras que no se separan de cierta cabeza, pero los murmullos son tercos y persisten.